El casco corintio surgió a finales del siglo VIII antes de Cristo y se hacía con una sola lámina de bronce, cuestión que hoy costaría mucho reproducir. El interior se forraba con un material acolchado como lana o fieltro que se cosía al bronce por medio de los agujeritos que se ven en los bordes. Esta parte mullida tenía una importancia vital pues evitaba que el hoplita resultase aturdido por un golpe que podría ser letal aunque el casco no fuese agujereado. Después, el acolchado comenzó a pegarse en lugar de coserse y también hubo hoplitas que llevaron una especie de gorra bajo el casco, similar a las que usaban los soldados estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial.
Un casco corintio pesaba unos tres kilos y debía de dar un calor espantoso en verano que era cuando tenían lugar las campañas en la antigua Grecia. Se podía llevar en posición alzada -calado a media cabeza para las marchas- o completamente puesto. Seguramente, el hoplita que lo llevaba apenas oía y apenas veía por los lados. Pero al ser un tipo de combate de formación cerrada no importaba demasiado, ya que el compañero de al lado protegía el flanco de manera sucesiva. Pruebas hechas hoy en día han demostrado que no era posible atravesar un casco corintio de un solo golpe con el filo de una espada. Además, a veces el casco corintio llevaba un penacho de crines de caballo para dar un aspecto más fiero o quizá para proteger de un golpe que viniese directamente desde arriba, perpendicular a la cabeza. A Alejandro Magno lo salvó su penacho en la batalla del Río Gránico cuando un persa le asestó un mandoble. El segundo mandoble lo paró uno de sus generales, Clito el Negro, al que luego Alejandro mataría en una noche de alcohol. Pero no siempre era así. En el canto VI de la Ilíada se cuenta cómo Áyax mata a un guerrero: “Lo acertó en la cimera del casco adornado con crines y la punta del bronce logró atravesarle los huesos y profundas tinieblas cubrieron los ojos del héroe”.
Aunque la consecuencia más directa del casco corintio fue la crueldad y la saña en las guerras. Diversos soldados de conflictos modernos han hablado de que el casco del enemigo exacerbaba su fiereza y los volvía más coléricos. Parece que es un mecanismo psicológico bastante lógico el que hace al soldado más brutal cuando ve a su enemigo con una apariencia más salvaje y agresiva. Por esta razón el gladiador romano llevaba cascos que no dejaban verle la cara. De esta manera resultaba más fácil matar a quien había sido tu amigo minutos antes. El proceso deshumanizador del casco era completo. El hoplita entraba en combate con un casco que apenas le dejaba ver hacia adelante y casi nada de cuanto ocurría a los lados. Apenas oía. No oiría los gritos de su enemigo al sajarlo y al mutilarlo. Era más fácil cercenar miembros y gargantas al no oír los gritos suplicando piedad del enemigo. El calor agónico, el polvo que se levantaría -que haría respirar con mucha dificultad- y el estrés de matar y que no te matasen, harían el resto.
Un casco corintio pesaba unos tres kilos y debía de dar un calor espantoso en verano que era cuando tenían lugar las campañas en la antigua Grecia. Se podía llevar en posición alzada -calado a media cabeza para las marchas- o completamente puesto. Seguramente, el hoplita que lo llevaba apenas oía y apenas veía por los lados. Pero al ser un tipo de combate de formación cerrada no importaba demasiado, ya que el compañero de al lado protegía el flanco de manera sucesiva. Pruebas hechas hoy en día han demostrado que no era posible atravesar un casco corintio de un solo golpe con el filo de una espada. Además, a veces el casco corintio llevaba un penacho de crines de caballo para dar un aspecto más fiero o quizá para proteger de un golpe que viniese directamente desde arriba, perpendicular a la cabeza. A Alejandro Magno lo salvó su penacho en la batalla del Río Gránico cuando un persa le asestó un mandoble. El segundo mandoble lo paró uno de sus generales, Clito el Negro, al que luego Alejandro mataría en una noche de alcohol. Pero no siempre era así. En el canto VI de la Ilíada se cuenta cómo Áyax mata a un guerrero: “Lo acertó en la cimera del casco adornado con crines y la punta del bronce logró atravesarle los huesos y profundas tinieblas cubrieron los ojos del héroe”.
Aunque la consecuencia más directa del casco corintio fue la crueldad y la saña en las guerras. Diversos soldados de conflictos modernos han hablado de que el casco del enemigo exacerbaba su fiereza y los volvía más coléricos. Parece que es un mecanismo psicológico bastante lógico el que hace al soldado más brutal cuando ve a su enemigo con una apariencia más salvaje y agresiva. Por esta razón el gladiador romano llevaba cascos que no dejaban verle la cara. De esta manera resultaba más fácil matar a quien había sido tu amigo minutos antes. El proceso deshumanizador del casco era completo. El hoplita entraba en combate con un casco que apenas le dejaba ver hacia adelante y casi nada de cuanto ocurría a los lados. Apenas oía. No oiría los gritos de su enemigo al sajarlo y al mutilarlo. Era más fácil cercenar miembros y gargantas al no oír los gritos suplicando piedad del enemigo. El calor agónico, el polvo que se levantaría -que haría respirar con mucha dificultad- y el estrés de matar y que no te matasen, harían el resto.