17 de noviembre de 2008

José de Espronceda



Este año hay aniversario de poeta. Pero un poeta de los buenos, de esos a quienes se entiende. De esos a quienes dan ganas de leer en voz alta y creerse un viejo aedo que caminase con un báculo de olivo por las pedregosas veredas de Grecia recitando la Ilíada. A pesar de las idioteces que digán los ministros, el mejor homenaje es el que se monta uno solo. No hace falta ni que hayan pasado 200 ó 300 años. No hay más que tener una tarde libre, un parque, un libro y un algo de locura. Y ni siquiera un libro: se buscan los versos en Internet, se imprimen, se arrugan en el bolsillo y a leer. Que no hace falta que venga el ministro a recordarnos que tal o cual poeta es merecedor de nuestra atención. Dejemos al ministro con sus canapés, sus discursos engolados y sus cortamientos de cintas que es para lo que estudió y que nos dejen a nosotros los homenajes sinceros y personales que son los buenos.

Se cumplen 200 años del nacimiento de
José de Espronceda. Quién no recuerda La Canción del Pirata. Espronceda es más que eso, obviamente. Pero ya solo con ese poema que es toda una apología sin tapujos a la libertad, a vivir sacándole el jugo a la vida, a estrujar cada día como si fuera el último, ya merecería la pena don José de Espronceda. Pertenecía don José de Espronceda a esa raza de españoles ilusos que creían en un mundo mejor y que aún confiaban en que el maldito canalla de Fernando VII fuera un rey decente. Se les llamó liberales. Pero no eran socialistas de principios del siglo XIX, por mucho que la izquierda se quiera apropiar de esos ideales. Los liberales del XIX eran profundamente católicos y gente de orden. No eran revolucionarios franceses sedientos de sangre. Pero el tiempo y la falta de lecturas desdibuja los recuerdos y por eso la izquierda corre que se las mata para apropiarse de cualquier cosa que tenga algún paralelismo con ella. De igual manera que ahora hacen con Obama. Más quisieran ellos ser como Obama.

Espronceda era un poeta con garra, con mala hostia. Le metió el dedo en el ojo a esos cobardes que el 2 de mayo de 1808 se quedaron calentitos en su casa, a pesar de que sabía, como todo español lúcido, que el enemigo no eran los franceses sino Fernando VII y sus lacayos miserables. Espronceda escribía con un brío que ya quisieran para sí los poetastros etéreos actuales que, como no tienen nada que contar, le dan vueltas y reflexionan una y otra vez sobre la inmensa profundidad de la taza del váter. El vídeo colgado es del grupo riojano
Tierra Santa que le hizo un pedazo de homenaje a Espronceda que habría levantado de su tumba al poeta pacense. Espronceda se habría puesto una chupa de cuero, una muñequera de tachuelas y habría agitado los pelos al compás de esta versión. Os invito a homenajear, aunque sea durante 3 minutos mientras oís la canción, al bueno de Espronceda. Y os invito a descubrir, bajándoos de la red su música, a Tierra Santa, un grupo hortera y peligroso que habla de cosas prohibidas en los libros de texto actuales: Juana de Arco, Troya, el gigante Goliat, la Armada Invencible, el Minotauro, don Pelayo y las Cruzadas.

7 de noviembre de 2008

Fanáticos occidentales



Este video prueba que no hay valores mejores que otros. Lo que se muestra aquí no es una salvajada sino una particular expresión cultural que hay que respetar y aceptar. Es una flagrante muestra de etnocentrismo occidental pretender erradicar este tipo de prácticas. Nuestra estrecha mente occidental está ocluida por tanta basura consumista. Nos miramos tanto el ombligo que no sabemos mirar esto como lo que es: una libre elección fruto de la especial idiosincrasia de estos pueblos. Solo un ser perverso como el occidental querría extirparles estas arraigadas tradiciones a estos pueblos que eran puros y limpios hasta la llegada de los colonizadores. El deseo malvado de querer arrancar estas sanas y viejas usanzas evidencia que la única aspiración del occidental es aniquilar las costumbres que no son las suyas. La mente del occidental está oprimida por tantos prejuicios. De todos es sabido que Occidente no ha producido valores extendibles al resto del mundo. Todas las creencias y costumbres son igualmente válidas, porque es imposible afirmar que una práctica es mejor que otra. No hay valores mejores que otros. Es tiempo de terminar con la dictadura de Occidente sobre los pueblos sojuzgados. La diferencia entre lo bueno y lo malo no existe. Esa necia discusión solo proviene de occidentales fanáticos que no cejarán hasta imponer a los pueblos libres sus caducos, añejos y ridículos valores.

5 de noviembre de 2008

Limpieza de lengua

El antiguo concepto de la limpieza de sangre se ha visto sustituido por la limpieza de lengua. 


En “El Buscón” - libro hecho por el centralista y mesetario Francisco de Quevedo- se describe una escena en la que varios chavales se disponen a cenar. Como la limpieza de sangre era lo primordial en el siglo XVII, y nadie quería pasar por mal cristiano, tenían un trozo reseco y rancio de tocino que sostenían de una cuerda. Cuando les llegaba la hora de la cena, descolgaban el trozo carcomido de cerdo, lo sumergían en la comida y lo volvían a sacar. La cena quedaba santificada con el trozo de tocino -limpieza de sangre-  pues todos sabían que un buen cristiano –a diferencia de un moro o un judío- no hacía ascos a un buen trozo de cerdo. Los españoles obtenían su certificado de buenos cristianos con sangre limpia al sumergir su reseco trozo de cerdo en el guiso y así acallaban las habladurías. 


Nadie quería quedar como un mal cristiano. Nadie quería que lo confundiesen con un moro o un judío. De esta guisa lo cuenta Quevedo: “Y prosiguió siempre en aquel modo de vivir que he contado. Sólo añadió a la comida tocino en la olla, por no sé qué que le dijeron un día de hidalguía allá fuera. Y así, tenía una caja de hierro, toda agujerada como salvadera, abríala y metía un pedazo de tocino en ella que la llenase y tornábala a cerrar y metíala colgando de un cordel en la olla, para que la diese algún zumo por los agujeros y quedase para otro día el tocino. Parecióle después que en esto se gastaba mucho, y dio en sólo asomar el tocino a la olla. Dábase la olla por entendida del tocino y nosotros comíamos algunas sospechas de pernil. Pasábamoslo con estas cosas como se puede imaginar”.

De esta limpieza de sangre se ha pasado a la limpieza de lengua. Ningún catalán que se precie quiere pasar por un mal catalán. Incluso aquellos a quienes les resulta más fácil hablar español que catalán se empeñan en hablarlo para acallar los rumores. Nadie quiere salirse de la foto. Y no solo ha de serlo actualmente, sino que ha de parecer que todos sus antepasados eran perfectos catalanes desde siempre. Incluso desde antes de que llegaran los primeros griegos a Ampurias. El buen catalán es catalán desde el origen de los tiempos. El buen catalán se une con el neandertal.

Se han publicado unas memorias sobre el ex alcalde de Barcelona, Pascual Maragall, ahora aquejado de la enfermedad de Alzheimer, la cual se titula “Pasqual Maragall, el hombre y el político”, de Esther Tusquets y Mercedes Vilanova (Ediciones B) que ha venido con una polémica bajo el brazo, ya que han desaparecido todas las páginas que hablaban del padre del ex alcalde de Barcelona, el señor Jordi Maragall. 



Las palabras del señor Jordi Maragall, que vivía en Barcelona durante la Guerra Civil, no son las más adecuadas a fin de fabricarse un buen certificado de limpieza de lengua y de buena catalanidad. “Durante nuestra guerra conocimos estos días tranquilos en el piso de Travesera, solos en él, ocupados en muchos quehaceres de la casa o mirando por las ventanas hacia el Tibidabo en las tardes de otoño de 1936, leyendo La montaña mágica, que tanto me impresionó, escuchando conciertos que nos traía el gran aparato de radio, sintiendo profundamente el dulce bienestar de la propia casa, en la que todo se domina, todo nos pertenece y lo usamos todo con constante deleite.» Se ve claramente que el señor Jordi Maragall no gritaba que muriese Franco, ni clamaba soflamas en apoyo de los anarquistas, de Durruti o de la FAI. El señor Maragall intentaba capear el temporal como buenamente era capaz y disfrutaba de su vida, como, seguramente, habríamos hecho casi todos en la misma circunstancia.

Después, prosigue hablando del doctor que atendía a la familia, a quien lo fusiló la República. «El pobre doctor Degollada, asesinado por los rojos poco después, asiste a Basi, autoritario, limpio, inspirando tanta confianza». Hoy en día puede resultar curioso que los llame rojos, pues es de sobra conocido que todos los catalanes eran antifranquistas incluso antes de que naciera Franco. El doctor Degollado murió fusilado por el único delito de no ser un campesino. Es bueno recordar los crímenes que se cometieron en nombre de la República, ahora que la ley de memoria histórica solo insiste en recordar los crímenes franquistas.



 Aquí hay una investigación escrita en catalán sobre el doctor Degollada y otros 19 que fueron fusilados, supuestamente, por ser falangistas y que ahora duermen el sueño de los justos en el cementerio de Sitges. Mentira. Lo cierto es que Franco avanzaba inexorable y había que elevar la moral de los aguerridos e igualitarios comunistas y anarquistas. Se olvida con demasiada frecuencia que nuestra vil e infame Guerra Civil fue un baño de sangre en la que sería conveniente dejar de hablar de malos y buenos.

Y cuando habla de su percepción por la entrada de Franco en Barcelona, hecho que constituyó el final de la guerra dice: “Son ya los días de las caras alegres y de las noches cerca de la radio. Pocos días después vino la liberación de Barcelona”. La liberación. No había tristeza en lo que decía. ¿No se supone que eran todos los catalanes antifranquistas incluso antes de que naciera Franco? Los desmemoriados olvidan que durante la Guerra Civil hubo catalanes que mataron catalanes, igual que hubo vascos que mataron vascos. Y hubo catalanes que no hablaban catalán que mataron catalanes que sí hablaban catalán. Y hubo vascos que no hablaban vasco y que mataron a vascos que sí lo hablaban. Pero esto es mejor no recordarlo. No sea que estorbe en la construcción e invención de la nueva patria.



En tiempos de Quevedo nadie quería que lo llamasen mal cristiano o moro o judío, y deseaban ante todo que los motejasen de cristianos viejos. Si había que inventarse un abuelo en Vizcaya o en Asturias, se lo inventaban. Hoy en día los buenos catalanes reescriben su pasado sin pudor para eliminar cualquier tacha o mácula que les ensucie su historial. Un buen pasado limpio de cualquier tufillo franquista es igual de efectivo que el rancio y seco tocino del que hablaba Quevedo.

Todo lo dicho está contado en la bitácora de
Arcadi Espada. Y se pueden leer las acusaciones de censura que han hecho las autoras del libro.



1 de noviembre de 2008

Los marines de Fernando el Católico


La misión, que bien podría haber sido llevada a cabo por un grupo de marines yanquis adiestrados en las mejores técnicas de comando, tuvo lugar en 1490. En España se luchaba por derrotar el último bastión de los moros: el reino de Granada.

El protagonista fue Hernán Pérez del Pulgar, que era singular en su arrojo y en su nombre. Había nacido en la muy noble villa de Ciudad Real, en el año del señor de 1451. Eran tiempos en que un caballero tenía en tanta honra el manejo de la pluma, como el manejo de la espada. Pensad en señores como Jorge Manrique o Garcilaso de la Vega que componían versos y degollaban infieles o cualquier clase de enemigo.

La incursión se hizo el 17 de diciembre de 1490. Pérez del Pulgar y 15 de sus hombres se acercaron sigilosamente a las murallas de Granada. Era noche cerrada cual boca de lobo. Ni rastro de luna en el cielo. No creo que fuesen con betún en el rostro, pero poco les faltó. Iban con ropa negra y con dagas. Nada que les estorbase. Había que salir tan rápido como se entraba. Nueve de los bravos se quedaron cuidando de los caballos y Hernán Pérez del Pulgar y seis valientes más vadearon el cauce del río Darro con las dagas entre los dientes y temblando por el agua fría. Los guiaba un moro converso que se pasó al bando de los cristianos: un tal Pedro. Callejearon por la ciudad buscando su objetivo que era la mezquita mayor: lo que hoy es la Catedral de Granada.

En la puerta de la mezquita, y en un acto de fanfarronería que solo puede hacer un español, Pérez del Pulgar y sus seis aguerridos marines clavaron un papel en el que se leía que tomaban posesión de ese lugar en nombre de la fe católica y en representación de sus sagrados reyes: doña Isabel y don Fernando. Sin que les entre el pánico, encienden una vela y rezan a su Dios. Al terminar sus plegarias se dirigen a la Alcaicería con intención de quemarla. Pero Tristán de Montemayor, que era el custodio de la cuerda impregnada en alquitrán con que habría de prenderse el fuego, la ha olvidado y no puede más que admitirlo avergonzado. Pérez del Pulgar, que estaría tenso y cabreado, le arrea una puñalada en la cabeza al necio olvidadizo que lo habría matado si no lo hubieran defendido sus camaradas. De modo que otro de ellos, un tal Diego de Baena, se postula voluntario para regresar en busca de la mecha. Pérez del Pulgar le jura por sus muertos que si vuelve con la mecha de marras le regalará una yunta de dos bueyes. Un regalo que en la época equivaldría a un coche o a varios miles de euros. Baena se agacha, corre agazapado al abrigo de la noche y sin despegarse de los muros se acerca a la puerta de la Catedral. Pero con tan mala suerte que se dio de bruces con un centinela moro a quien no le alcanzó el tiempo para rezarle a Alá, pues el Baena le endiñó varias y hermosas puñaladas. Los gritos agónicos del moro alertaron al resto de la morisma vigilante, quienes comenzaron a aullar, a gritar y a perseguir a esos malditos cristianos. Las antorchas y teas se encendieron y la dormida Granada se despertó en un santiamén. Había que correr y correr sin mirar atrás y sin opción de ayudar al camarada si éste caía. Todos corren que se las pelan hacia la muralla donde sus otros compañeros, que guardaban los caballos, les esperan. Uno de ellos tropieza y se cae en una zanja. Se habían comprometido a no dejar prenda viva. El atrapado, que responde al nombre de Jerónimo de Aguilar, suplica a sus camaradas que lo maten. Pérez del Pulgar le tira una lanzada pero yerra. Sin saber bien cómo, consiguen liberarlo mientras los moros les pisan los talones. Vadean el río de vuelta y montan en sus jumentos tan rápido como alma que lleva el diablo. Se alejan al galope sintiendo el silbido de las saetas que disparan los moros. Misión cumplida. Desde aquel día, Hernán Pérez del Pulgar fue llamado “El de las Hazañas” El rey católico don Fernando II de Aragón los felicitó personalmente y no les impuso medallas porque en la época no se estilaban, que si no…

Por suerte, la hazaña de Pérez del Pulgar ha caído en el olvido, de lo contrario, ya habrían pasado a engrosar la lista de xenófobos e islamófobos peligrosos que ponen en peligro la Alianza de Civilizaciones y el BUR (Buen Rollito Universal).