29 de diciembre de 2008

Obscena muerte


En Occidente se vive bien. No se pasa hambre. Hay quien tiene más apuros económicos y ha de prescindir de ciertos lujos, pero, en general, se vive bastante bien. Hay vacunas, calefacción, agua caliente, hospitales, coches, policías, jueces… Todo es mejorable, por supuesto, pero podemos afirmar que vivimos con unos altos niveles de comodidad. Pero la consecuencia más necia y terrible de esta vida regalada y cómoda es la negación de la muerte. Occidente niega la muerte y la esconde porque está acostumbrado a ganarle demasiadas veces el pulso. En cualquier otra zona del mundo, la muerte es un compañero habitual y pavoroso al que hay que hacerse como una parte más de la vida. Pero en Occidente la muerte es obscena.

Aún recuerdo cuando era pequeñito y mi bisabuelo murió. Era un hombre recio del campo chileno; un campesino; un huaso que los llaman allí a los paletos. Y orgulloso de serlo. Nació en el campo, murió en el campo. Pero cuando murió, hicimos lo que siempre se había hecho. Engalanaron al cadáver con sus mejores ropas y lo tendieron en su cama al objeto de que todos presentasen sus respetos. No había morbo ni delectación enfermiza. La muerte era un paso más de la vida. Todos sabemos que vamos a morir. No tenía sentido ocultarlo.

Nos hicieron pasar al cuarto donde estaba mi bisabuelo y todos le dimos un beso de respeto. El resto del pueblo pasó a dar las condolencias y todos deambulábamos por la habitación donde yacía exánime mi bisabuelo. Se llamaba Desiderio. Ahora los niños se llaman Deisi, Yónatan o Yénifer, que queda más internacional.

Hoy los viejos se mueren en los hospitales entre mangueras y pañales. Cuando en una planta se muere un viejo, todo el personal de planta se moviliza con la agilidad de un comando de marines. Primero se cierran todas las habitaciones y se conmina a quienes se hallan visitando familiares que, bajo ningún motivo, salgan de los cuartos durante al menos diez minutos. No es que vayan a fumigar con una bomba de neutrones sino que van a cometer el espantoso pecado de sacar al muerto al pasillo. El muerto sale en un habitáculo metálico del que no se intuyen las formas. Nadie sabe si quien va dentro es un muerto hombre, mujer o marciano. Tras clausurar las habitaciones, el muerto tiene paso franco al ascensor de urgencia donde bajará a su ignominioso rincón en el que ya no molesta ni incordia. Al cabo de diez minutos, se levanta la alarma y la gente puede volver a sus quehaceres visitatorios y subir el volumen de la tele. Si quien transporta el muerto por los pasillos del hospital se encuentra a una pobre alma desdichada, la reacción más normal es darse la vuelta y taparles los ojos a los niños, si los llevan, como si hubieran visto un exhibicionista con el falo erecto. La muerte es obscena.

Acaso por esa razón cuando aconteció el accidente de agosto en Barajas, lo primero que se preguntaban todos era el porqué. Morirse ya se considera anormal. Nos creemos invencibles: por esa razón el imbécil que se te pega al culo para que le dejes pasar yendo en coche piensa que a él no le va a tocar. El tiene su Seat León impoluto y nuevecito. Nadie se da cuenta de que la vida es una lotería en la que se sortean pasajes negros todos los días y a cualquiera puede tocarnos. Un campesino del siglo XIV, tras la vigésima epidemia de peste bubónica, enterraba a su familia y volvía a trabajar. Ahora la gente va al psicólogo, toma Prozac y se cogen bajas por depresión. En el accidente de Barajas había manadas de psicólogos, más que familiares, recordándoles a los deudos que morirse es anormal.

El occidental piensa que a él no le va a tocar. Es un tío invencible al que la muerte no le afecta. Por esa razón lo come todo sin grasa, habla con el móvil a medio metro de la oreja para que no le afecten las ondas y se zampa una salchicha transgénica mientras hutus y tutsis se matan a machetazos en la tele. Eso no va con él. Quizá porque mi bisabuelo era de otra pasta, nos daba una colleja si no nos comíamos la grasa de la carne. “Todo es comida” decía. Que le vinieran a él con que no había que comer grasas o no fumar. Se descojonaría vivo.

La muerte se ha convertido en un hecho pornográfico. Por eso se protestó cuando se enseñaba a la gente reventada tras los atentados de marzo de 2004. Y hubo quejas por mostrar a la gente tirándose desde el piso 50 de las Torre Gemelas. Te mueres y encima eres un cabrón por salir en la tele. Tanto adelanto tecnológico ha hecho que en lugar de que el conocimiento nos sirva de analgésico a fin de mitigar los dolores, ha hecho que el conocimiento nos sirva para negar lo que somos y de dónde venimos. Nuestro mundo es una mentira embaucadora en el que por puro tedio nos da por hacernos vegetarianos. Vete tú a decirle a un africano hambriento que no coma animalitos.

De tanta anestesia nos hemos convertido en unos idiotas que hemos olvidado qué es el hombre y qué es la vida. Como nos gusta pensar y cavilar, cuando un horror nos toca de cerca intentamos descifrar las causas. Todo lo pensamos y deseamos averiguar el porqué. No entendemos que el hombre no es ese mejunje mezcla de Bambi y Heidi que nos hemos fabricado, sino que hombres son los cabrones que matan a sus mujeres con un cuchillo jamonero; hombres eran los nazis que encendían hornos en Auschwitz; y hombres son los etarras que brindan con champán cuando un coche bomba mata a los hijos de los guardias civiles. No vienen de otro planeta. Tuvieron, quizá, una infancia normal, comían bocadillos de nocilla, y veían la tele o leían cómics. E iban a ver a su abuelita los domingos y le daban un beso muy cariñoso al irse. Por esta razón cuando 4
menores de edad, violan, matan y queman a una niña subnormal, nos dan pena y los soltamos preservando su intimidad. Porque, pobrecitos, el ser humano es bueno.

Lo mismo acaeció con el espantoso tsunami de hace 4 años. Todo el mundo se puso muy solidario y muy lloroso y hacían competiciones a ver quién mandaba más arroz. Nadie preguntó por qué a un idiota se le ocurrió hacer una urbanización de lujo donde llevaba habiendo tsunamis millones de años. Si les hubieran preguntado a los oriundos del lugar, les habrían dicho que esas playas son tan lindas y tienen la arena tan blanca porque cada cierto tiempo viene el mar y se lo lleva todo. Puede que os acordéis del camping de
Biescas en Huesca donde hace 12 años murieron 86 personas porque a un gilipollas se le ocurrió montar un camping en el lecho de un río seco. No hay que ser geólogo para darse cuenta de que si el agua pasó un día por allí, y llevaba millones de años pasando por allí, volvería a pasar por allí tarde o temprano. Pero claro: no dejes que un estúpido geólogo te joda el negocio. Antes, si pasaba una desgracia natural la gente aprendía y se piraba a otro sitio. Que se lo digan a los pompeyanos. Ahora ya no.

Cadaqués es un precioso pueblecito de Gerona donde la gente construye sus casitas a pie de playa. Con el temporal del pasado día 25 de diciembre hubo casas inundadas, ventanas rotas y más de un susto con un paseante arrastrado por la corriente. Hay que ver qué cabrón se pone el mar. Deberían haberse ido a azotar al mar, como Jerjes, el rey persa, que en el 480 A.C. azotó al mar porque el cabrón le había jodido su puentecito con el que iba a invadir Grecia. Pero aun así hubo gente de Cadaqués que protestó por el temporal al Ayuntamiento, como si el alcalde tuviera la culpa. Y un submarinista, olé sus huevos, decidió que el mejor día para hacer submarinismo era el día del temporal. Se ahogó, claro. Y eso que somos invencibles e inmortales. Lo tuvieron bien tapadito no fuera que alguien se diera cuenta de que el mar mata.