30 de julio de 2009

Acoma


Cuando se piensa en el viejo oeste estadounidense, se evoca la imagen de Toro Sentado o de Gerónimo; de los apaches y de los sioux. Se piensa en Billy el Niño, en Wild Bill Hickock o en el sheriff Pat Garret. Se piensa en Errol Flynn –como el general Custer- marcando paquete y seduciendo guapas señoritas con su hermoso uniforme del Séptimo de Caballería, semanas antes de que Caballo Loco le cortase sus genitales y se los metiese en la boca tras Little Big Horn. Pero pocos saben que todas esas historias fueron protagonizadas varios siglos antes por españoles. La huella es muy fuerte en toda la zona sur y oeste de Estados Unidos. Se ve en los topónimos. Se ve en uno de los máximos iconos de la cultura estadounidense: el cowboy. Los españoles que colonizaron el oeste de Norteamérica siguieron usando el mismo sombrero de ala ancha que llevaron allí en el siglo XVII. El mismo sombrero que llevaban los soldados de los Tercios y que tan bien venía para protegerse del sol cegador de aquellos predios. Cuando en Europa ya estaba pasado de moda, allí se seguía usando. Y los españoles fueron los primeros en llevar caballos. Los más hábiles y quienes más tradición tenían de criar y domar caballos eran los andaluces. Allí se ponían los sombreros de ala ancha para quitarse tanto sol. Los famosos cowboys del siglo XIX que todos hemos visto en los “westerns” no son más que vaqueros andaluces del siglo XVII pero hablando inglés.

Juan de Oñate fue el último conquistador español. Así se le suele llamar en la historiografía. Sus maneras, sus sueños, sus ideales, su rudeza, su tenacidad y sus principios se correspondían a los valores que habían alumbrado el paso de gentes como Hernán Cortés o Francisco Pizarro. Pero la era de los conquistadores fue la primera mitad del siglo XVI, después entraron en decadencia. Fueron apartados, maltratados, utilizados y marginados. Quienes se valieron de ellos para ensanchar las posesiones españolas los arrinconaron cuando la fiereza de los conquistadores estaba mal vista. Es un eterno suceso en España: usar a un vasallo para luego humillarlo y olvidarlo.


En lo que hoy es México que en el siglo XVI se llamaba Nueva España, las fronteras estaban marcadas –más o menos- en las líneas actuales. Pero Felipe II ordenó expandir los territorios hacia el norte y se montó una expedición que fuese hacia el Norte, en dirección a lo que hoy es el estado de Nuevo México en Estados Unidos. Se eligió a Juan de Oñate que era hijo de uno de los capitanes de Hernán Cortés. La expedición iba con intención de quedarse pues llevaban cerdos, ovejas, caballos, mujeres, niños, harina, medicinas, carne salada etc… Entre los soldados había algún oriundo de México, pero la mayoría eran españoles venidos de la Península: castellanos y andaluces, sobre todo, pero también había cántabros, gallegos, asturianos, vascos, algún portugués, un flamenco y un griego. Los españoles no se complicaban la vida con los nombres raros así que al griego lo nombraron Juan Griego.

Los obstáculos burocráticos que tenía que sortear una expedición eran iguales o más difíciles que ahora. El amor español por el papeleo viene de antiguo y una de las razones que hace tan fácil el estudio de la Conquista de América es que todo está anotado en el colosal
Archivo de Indias. Finalmente la expedición se puso en marcha el 26 de enero de 1598, meses antes de que muriese Felipe II.

El avance era espantoso por el clima hostil y porque la mayoría de las tribus indias no querían ver ni en pintura a los españoles. Cosa lógica, por otro lado. Aunque el cine se haya empeñado en darnos una visión idílica de los indios, lo cierto es que se mataban entre ellos sin tregua ni descanso. El pueblo más odiado, más salvaje y que mas bajas causaba a las otras tribus indias eran los archiconocidos
apaches. Un pueblo que se había visto obligado a emigrar a America cruzando el Estrecho de Bering desde Asia debido a la presión que les metió otro enemigo del buen rollito que era Genghis Khan. Los apaches eran pueblos feroces con unos guerreros expertos y hábiles y puede decirse que no fueron totalmente derrotados hasta finales del siglo XIX. No fue raro que muchas tribus indias prefiriesen rendir tributo y pleitesía a los españoles que sufrir a los rudos apaches. De igual manera que muchas tribus se pusieron del lado de Hernán Cortés -80 años antes- en contra de los aztecas.

El 8 de septiembre de 1598, una vez la expedición hubo cruzado el
Río Grande –también llamado Río Bravo-, se hizo una comida para dar gracias a Dios por haberlos protegido. Fue el primer Día de Acción de Gracias que se hizo en el territorio actual de Estados Unidos. 23 años antes de la que hicieron los peregrinos del Mayflower y que es la que se recuerda cada año, el cuarto jueves de noviembre. Los españoles estaban decepcionados por la esterilidad de las tierras conquistadas y mandaban pequeñas expediciones en busca de nuevos prados. Venían noticias de los “cíbolos” los bisontes o búfalos, cuya caza solía dejar más de un hombre muerto o un caballo herido. Fue en una de estas expediciones cuando les llegó la noticia de una ciudad sobre las nubes.

Las leyendas sobre la ciudad que reposaba en las nubes no eran nuevas. Desde 1539 habían oído hablar de los pueblos que vivían en las alturas y que se pintaban el cuerpo de negro cuando entraban en combate. La ciudad sobre las nubes se llamaba Acoma y no era la primera vez que sus habitantes recibían la visita de los españoles. La expedición de
Francisco Vázquez de Coronado en 1540 había estado en Acoma. Dicen las crónicas que los indios sintieron pavor antes esos barbudos hombres, que portaban extrañas poderosas y ruidosas armas, que cabalgaban a lomos de raros animales y que usaban durísimas espadas de acero que lo cortaban todo. Pensad en el aspecto de un español del siglo XVI con su morrión –el casco curvo de dos puntas-; su coleto –una especie de chaleco de cuero duro que protegía el pecho-; y su arcabuz. Malolientes, macarras, fanfarrones, descarados, chulos y violentos. Pero también valientes, honrados y nobles. Tuvo que ser digno de verse el salvaje choque de dos mundos distintos que se produjo en aquel instante. Parecido a como acontecería si varios platillos volantes descendieran sobre la Gran Vía madrileña. Igual que había sucedido en 1519 cuando Hernán Cortés llegó a la inmensa ciudad de Tenochtitlán y la gente se arremolinaba en torno a ellos y apenas los dejaba avanzar. Decían que eran “teules”, es decir, dioses. Quien más les llamaba la atención era uno de los capitanes de Cortés: Pedro de Alvarado porque era rubio y de ojos azules. Pero esa es otra historia…

El 4 de diciembre de 1598, un grupo de 30 españoles mandados por Juan de Zaldívar –a quien Juan de Oñate había encomendado la expedición- llegó a la ciudad de
Acoma. Se cree que la ciudad de Acoma ha estado habitada desde el siglo XII, con lo que se podría decir que es la ciudad más antigua de Estados Unidos. Los habitantes de la ciudad de Acoma eran indios pueblo que recibieron a los españoles con suma amabilidad. Zaldívar decidió dejar 14 hombres abajo con los caballos y subió con los 16 restantes. Los indios agasajaron a los españoles dándoles comida y regalos y los invitaron a conocer el pueblo. Los niños cogían a los españoles de la mano y les enseñaban las calles. Nadie sospechaba que los estaban separando a unos de otros.

De repente, un alarido de guerra se oyó y todos los indios –mujeres, niños, ancianos- comenzaron a atacar a los españoles con piedras, cuchillos y todo lo que tuvieran a mano. El propio Zaldivar resultó muerto en el repentino ataque, pero, una vez repuestos de la sorpresa, los españoles vendieron cara su vida. A golpes de espada, a patadas o pedradas, los españoles supervivientes gritaban sus frases con las que se infundían coraje: “Castilla”, “Santiago” o “Cierra España”. Esta última frase -a pesar de que se cree que la inventó Franco o El Guerrero del Antifaz- viene de la Edad Media. El significado es: España entra en combate.

En medio del aguacero de flechas y piedras, 5 supervivientes se reunieron a fin de hacer un círculo en el que defenderse. No tenían pólvora, por lo que usaban sus arcabuces a modo de bates de béisbol. Chorreaban sangre y estaban asfixiados por el miedo. Los indios los iban empujando hasta el precipicio sin que pudiesen hacer nada por impedirlo. Al final, antes que verse empujados, eligieron saltar. Quizá fue el apóstol Santiago quien los auxilió. Sea como fuere, los 5 saltaron y solo uno murió. Debieron de caer en alguna duna de arena que amortiguó el golpe. Esta casualidad tuvo que insuflar más miedo en los indios hacia estos poderosos, feos e invencibles enemigos. Los españoles que sobrevivieron retornaron hacia el pueblo donde se hallaba Juan de Oñate para avisarle de lo que, a todas luces, parecía una rebelión.

El 21 de enero de 1599, 70 hombres mandados por Vicente Zaldivar –hermano del fallecido- llegaron a las faldas de la montaña de Acoma a fin de sitiarla y rendirla. No iban bien armados. Tenían un único cañón llamado pedrero, que se denominaba así porque disparaba bolas de piedra. No todos tenían armas de fuego –arcabuces y mosquetes-. En lo alto de la cima habría unos 500 fieros guerreros –navajos y pueblo- convencidos de que podrían derrotar a los barbudos demonios blancos. Todos se habían pintado el cuerpo de negro: era pintura de guerra. Desde lo alto entonaban sus cánticos y aullaban en éxtasis, clamando a sus dioses que los ayudasen. Cánticos similares a los que, siglos después, escucharía el general Custer antes de que su 7º de caballería fuese aniquilado por los sioux de Caballo Loco. Pero hacían falta más que cánticos para que unos soldados, que pertenecían a una estirpe curtida en 800 años de guerra contra los moros, se sintiesen atemorizados.

Los españoles siguieron el procedimiento habitual y, en nombre del rey de España, pidieron hasta 3 veces que les entregasen a quienes habían matado a Zaldivar. Desde arriba solo les llegaron insultos y amenazas. Seguramente, en su lengua, les dijeron de todo menos guapos. Los españoles hacían lo mismo que sus antepasados los romanos quienes, al sitiar una ciudad, primero pedían su entrega pacíficamente en nombre del Senado y el pueblo de Roma. Casi siempre les decían que no, pero al menos nadie los podría tachar de falta de talante. Los indios desconocían que los barbudos y apestosos hombres que les exigían la entrega de sus camaradas eran los mismos que habían cambiado la faz de Europa a lo largo del siglo XVI. Acaso si lo hubieran sabido, habrían capitulado. O quizá no. Los españoles acamparon y durmieron mientras los indios proseguían con sus danzas de victoria: tan seguros estaban de que aplastarían a los rostros pálidos… y barbudos.

Se dividieron en grupos de 12. El primer grupo fue enviado al amanecer cargando el único cañón del que disponían. Tenían que escalar la escabrosa pared y para no hacer ruido engrasaron sus armaduras y armas. Pintaron de negro sus armaduras para que no brillasen en la oscuridad y se pintaron el rostro igualmente. De similar modo a como haría hoy en día un comando de operaciones especiales. Mientras tanto, para desviar la atención, Zaldivar comenzó a disparar sus arcabuces contra la ladera norte, pero estaban demasiado lejos para hacerles daño a los indios. Los españoles siguieron escalando y se encaramaron a una roca aislada del macizo central donde establecieron una pequeña base de operaciones. Por la noche, sus compañeros que esperaban abajo talaron algunos árboles y escalaron hacia donde se hallaba la avanzadilla al objeto de reunirse con ellos. Se escondieron entre las grietas, mientras hacían con cuerdas y los troncos un pequeño puente portátil, demostrando la misma habilidad manual que tenían los legionarios de Julio César que derrotaron a los galos de Vercingétorix en el año 52 A.C. Al amanecer, un pequeño grupo tendió el puente y comenzó a cruzar hacia la gran piedra. Los indios se dieron cuenta pero no pudieron impedirlo. Pero por efecto del nerviosismo, un soldado cortó la cuerda y dejó a un grupo aislado y separado de la base.

Los soldados refugiados en la base no podían disparar sus arcabuces sin miedo a herir a sus compañeros. De modo que hubo un gesto de locura y heroísmo de los que solo tienen lugar en una guerra. Un soldado llamado Gaspar Pérez de Villagrá –que más tarde escribiría “La Historia de la Nueva México” pegó un enorme salto desde la base hasta la ladera de la roca. Anudaron de nuevo el puente y pasaron para socorrer a sus compañeros. Bajo una proporción de uno contra diez, los españoles se abrían paso entre los indios y combatieron por todas las calles de la ciudad de Acoma. Las flechas les venían por todos los lados y se les quedaban clavadas en los coseletes; las piedras los aturdían pero sus morriones y las armaduras los protegían; tenían cortes en los brazos y en la cara. No obstante la brutal resistencia que opusieron los indios, los españoles fueron adueñándose de la ciudad. Aún quedaban pequeños núcleos de indios que se habían hecho fuertes en sus casas. Los españoles usaron el cañón –pedrero- para derribar los muros y sacar a la gente. Los indios terminaron rindiéndose por la tarde.

La conquista de Acoma tuvo el efecto disuasorio esperado y todos los indios de la región que iban a sublevarse contra los españoles abandonaron la idea. Tras la conquista llegó la fe católica de los misioneros. Pero no solo trajeron la fe, sino que les enseñaron a cultivar; las formas de construir sistemas de irrigación; los modos de hacer graneros; los nuevos frutos y árboles traídos de Europa; les trajeron hospitales y escuelas. El primero en llegar a Acoma fue fray Juan Ramírez quien fundó una misión en la ciudad. Estuvo desde 1629 hasta su muerte en 1664. El pueblo de Acoma pasó por varias rebeliones y posteriores sometimientos pues siempre se mantuvo el espíritu indómito de los indios pueblo. Allí sigue la ciudad de Acoma en lo alto de la roca con restos de la primera iglesia que construyó fray Juan Ramírez, a unos 80 kilómetros al oeste de Albuquerque.

Hace unos años se quiso erigir una estatua ecuestre a Juan de Oñate en la ciudad de El Paso en Tejas. El revuelo fue mayúsculo entre los indios que se oponían con todos los tópicos de la vieja y fructífera Leyenda Negra. Se dijo que no se podía honrar a un asesino. Al final el monumento se erigió y se ha convertido en la estatua ecuestre más grande del mundo pues mide 10 metros. Para suavizar las tensiones vecinales se le quitó el nombre de Juan de Oñate y se dejó en “El jinete”. Todo muy aséptico. Deberíamos en España derribar todos los monumentos romanos en homenaje a los cientos de miles de muertos que causó la romanización. Y más en Francia con el millón de muertos que causaron las Guerras de la Galia. Y derribemos el Arco de Triunfo en París por los 10 millones de muertos de las guerras napoleónicas. Y así hasta el infinito y más allá. Son museos de Blancanieves y los siete hombres de estatura sólo ligeramente menguada.

El
New York Times hizo un ponderado y buen artículo en el que dio todas las visiones y hasta entrevistó al escultor. Y se hizo un documental llamado –como no podía ser menos- “El último conquistador” del que en Google Videos hay un debate que incide en los tópicos de siempre. Renegar de las conquistas es renegar de la historia de la Humanidad. Venimos de ahí aunque prefiramos olvidarlo y deseemos convertir la historia en un cuentecito de Heidi y Pedro. Pues somos lo que somos, porque un día fuimos lo que fuimos. Recordar no es glorificar. Recordar es tener memoria. Luego, cada uno le dará la interpretación que quiera de acuerdo a sus lecturas y vivencias.
Los indios que no querían la estatua de Oñate portaban carteles pidiéndole al conquistador que les devolviese el pie que les cortó en castigo. Me parece bien. Pero os pido a todos que os unáis conmigo, que peregrinemos a Roma y le pidamos a Silvio Berlusconi que nos devuelva todo el oro de Hispania y que nos recompense por los cientos de miles de hispanos muertos en la Romanización. Por favor. Hagámoslo. Ya.

27 de julio de 2009

Castelnuovo




Eran tiempos duros y agrestes. No existía la Alianza de Civilizaciones ni la multiculturalidad ni nada parecido. Los turcos empujaban desde Oriente y deseaban someter Europa. Habían sido derrotados en los muros de Viena en 1529. Pero no se daban por vencidos. Se combatía por tierra y por mar. En el imperio turco mandaba Solimán el Magnífico y sus barcos eran comandados por el genial almirante Barbarroja.

La historia comienza con un vasco llamado Machín de Munguía que el 27 de septiembre de 1538 en la
batalla de Preveza resistió con solo un navío y sus 300 vizcaínos –que así se les llamaba a los vascos- durante 2 días a toda la flota turca mandada por Barbarroja. Al tercer día se escapó aprovechando el viento.

Poco tiempo después, Carlos V ordenó tomar la estratégica ciudad de Castelnuovo que se hallaba en lo que hoy es
Herzeg Novi, una ciudad de la República de Montenegro en la costa del Mar Adriático. Para esta ocasión se creó el Tercio de Castelnuovo, en el que se incluyeron veteranos de otro tercio que había sido disuelto a causa de un motín. Eran unos 4.000 hombres mandados por el burgalés Francisco de Sarmiento.

Los venecianos, que eran aliados de Carlos V, le exigieron que les devolviera la plaza de Castelnuovo, ya que aducían que era suya por razones territoriales. Carlos V se negó y los venecianos retiraron sus barcos en señal de agravio. Más tarde también lo haría el Papa. El tercio español se quedó solo guardando Castelnuovo. Los turcos querían coger a los españoles entre dos fuegos. Por mar 14.000 infantes y 30.000 por tierra. La suerte estaba echada y no quedaba más que esperar.

La primera escaramuza se produjo el 12 de julio de 1539. Una avanzadilla turca con 30 galeras desembarcó hombres a fin de hacer prisioneros que dieran pistas sobre la defensa de la ciudad. Fueron atacados por los españoles que los obligaron a reembarcar. Por la tarde los turcos lo intentaron de nuevo pero volvieron a ser rechazados. El día 23 de julio, Barbarroja lo tenía todo dispuesto para el ataque pero ofreció una rendición en condiciones más que honrosas.

Los españoles se negaron a rendirse. Pero no fue una negativa sin apoyo de todos. Se preguntó a cada jefe de unidad y a cada capitán. La respuesta fue la siguiente: “el maestre de campo consultó con todos los capitanes; y los capitanes con sus oficiales, y resolvieron que querían morir en servicio de Dios y de Su Majestad y que viniesen cuando quisieren”. Hoy esta mentalidad puede parecer una actitud estúpida y suicida pero en aquella época existía una cosa llamada honor. Los soldados de Castelnuovo habían sido degradados por haberse amotinado y eso les había herido en lo más profundo. Los habían afrentado con una acción que era lo más humillante que podía hacerse: romperles las banderas. Muchos de esos soldados curtidos y que eran refinadas máquinas de matar lloraron al ver sus banderas rotas. Aunque en la mentalidad del siglo XXI parezca una memez, el Tercio de Castelnuovo buscaba redimirse. Las banderas que les rompieron a los tercios amotinados llevarían seguramente la cruz que se ve en la foto: la Cruz de San Andrés, que fue el símbolo más usado en la época.

El 24 de julio de 1539 comenzó el asalto. Los turcos bombardeaban la ciudad no solo desde posiciones bajas sino desde sus barcos. Pero las brechas que los turcos abrían en la muralla por el día, eran reparadas por la noche. El primer ataque fue salvaje y 6.000 turcos quedaron muertos junto a la muralla, pero no quebraron la tenacidad española. La moral en la ciudad sitiada no se doblegaba a pesar de los continuos bombardeos turcos. De hecho, una mañana los españoles hicieron una salida que sorprendió a los turcos casi dormidos. Fueron 600 los españoles que se abrieron paso por en medio del campamento turco. Durante la estampida, hasta la élite del ejército turco –
los jenízaros- iba sucumbiendo. Los españoles a punto estuvieron de copar al mismísimo Barbarroja, quien tuvo que ser llevado en volandas hasta una de las galeras a fin de buscar refugio. Barbarroja se lo tomó como una gran humillación, pues quiso aguantar a pie firme a los españoles y plantarles cara, pero su guardia no se lo permitió. Barbarroja estaba rojo de ira y no cesaba de barrer con sus cañones las murallas de la ciudad, cada vez más débiles y maltrechas. El capitán vasco Machín de Munguía fue uno de los que se distinguieron en la defensa de la ciudad, al igual que lo había hecho un año antes a bordo de su galera y junto a sus fieles y fieros vascos.

El 5 de agosto Barbarroja volvió a atacar con sus jenízaros pero tras cientos de muertos turcos, tan solo consiguieron tomar una torre de la muralla en la que hicieron ondear su bandera a fin de animar a los suyos. Francisco de Sarmiento ordenó que una mina volase la torre, pero se hizo mal y murieron el minador –un zaragozano llamado Miguel Formín- y varios soldados. El 6 de agosto cayó una lluvia espesa que mojó las mechas de los arcabuces y cañones. Se luchó con pica y espada entre los restos de la muralla. Los heridos salieron de la enfermería pues, al ver cerca su final, prefirieron morir con un arma en la mano que asesinados en una cama.

El 7 de agosto fue el mazazo definitivo. El propio general de los españoles Francisco de Sarmiento tenía 3 flechazos en la cara y en la cabeza. Apenas podía moverse y ordenó la retirada al interior de la ciudad de los últimos 600 supervivientes. Quisieron entrar en un pequeño castillo al objeto de atrincherarse, pero se hallaba tapiado por quienes se habían refugiado dentro. Fue cuando tuvo lugar la batalla final.

Los españoles estaban rodeados y combatían codo con codo y espalda con espalda. Dicen que Francisco Sarmiento, al verse desbordado, montó a su caballo y entró al galope en medio de las filas turcas para morir con la espada en la mano. Así lo cuenta un documento: “Y dio espuelas a su caballo y metióse peleando en la mayor furia de los jenízaros. Que no se le halló muerto ni vivo, ni saben qué se hizo”.

Castelnuovo cayó pero 20.000 turcos murieron en la toma. Entre ellos casi la totalidad de los 4.000 jenízaros, que eran las tropas más escogidas de los turcos. Unos 200 españoles estaban vivos aunque muy malheridos. Entre ellos Machín de Munguía a quien Barbarroja degolló sobre el espolón de su nave capitana porque el bravo vasco no quiso renegar de su religión católica. También mataron a todos los religiosos y a la mitad de los soldados capturados para calmar el ansia de revancha de los turcos.

6 años después, el 22 de junio de 1545, un grupo de prisioneros que se habían escapado de las prisiones de Constantinopla llegaron a Mesina. Eran, entre otros, 25 supervivientes de la batalla de Castelnuovo. Eran, en realidad, los últimos de Castelnuovo.

En la actual ciudad de Herzeg Novi aún enseñan a los turistas de pantalones ridículos y cámara en ristre: el “viejo castillo de los españoles”.

15 de julio de 2009

Teutoburgo



Dedicado a Matías Hanófa por su hospitalidad y a Carlitos del Barrio. Ambos son seres profundamente germanos.

Hace exactamente 2.000 años tuvo lugar la matanza de Teutoburgo: en septiembre del año 9 después de Cristo. Pudieron morir unos 20.000 legionarios romanos. Fueron 3 legiones completas las que resultaron aniquiladas: la XVIII, la XIX y la XVII. No fue una derrota estrepitosa ni una huida a tiempo sino una aniquilación. Apenas unas decenas de hombres consiguieron escapar con vida. En la época se consideraba que un número aceptable de bajas era que muriesen un quince o un veinte por ciento de los efectivos. En Teutoburgo murieron prácticamente todos.

Para los romanos fue un desastre perder 3 legiones de las que custodiaban el imperio. En total había 28 legiones guardando las inmensas fronteras conquistadas. Perder 3 de ellas, de un solo golpe, era una causa de desmoralización y de miedo. A los romanos les resultaba relativamente fácil reconstruir una legión si los mandos y los veteranos se salvaban; pero costaba años levantar de nuevo una legión borrada del mapa.

Augusto llevaba ya tiempo rumiando la idea de ampliar las fronteras del imperio hacia el este y hacia el norte. Quería llegar hasta el río Elba, pero el desastre de Teutoburgo hizo imposible la romanización de Germania. La frontera quedaría marcada en el Rhin. Un historiador británico afirmó –quizá exagerando- que si Germania hubiera sido romanizada no habría surgido el problema franco-alemán, ni Carlomagno, ni Luis XIV, ni Napoleón, ni el emperador Guillermo II, ni Hitler. Es difícil saberlo, pero, a buen seguro, la historia habría sido distinta.

La localización de la batalla ha sido siempre controvertida porque los historiadores romanos que la narraron no conocían el sitio del que hablaban. Pero tras varios estudios se cree que la batalla se desarrolló al norte de la ciudad de Osnabrück, en una zona llamada Kalkriese. De todos modos, el lugar exacto no se puede precisar en una franja de terreno concreta, porque los legionarios fueron perdiendo su formación cerrada y huían a la desesperada, por lo que fueron exterminados a lo largo de varias hectáreas. Con un admirable y envidiable sentido de lo que es la historia y la memoria, los alemanes han puesto en marcha un
museo y excavaciones permanentes a donde van aficionados y arqueólogos de todo el mundo.
La victoria se debió a dos causas fundamentales. Por un lado, la ineptitud y el exceso de confianza de Quintilio Varo, quien mandaba las legiones romanas, y a quien habían advertido en sucesivas ocasiones que se planeaba una batalla de aniquilación. Y por otro lado, el caudillo germano Armino, quien había vivido entre romanos y conocía sus puntos fuertes y debilidades.
La batalla de Teutoburgo no fue, en realidad, una batalla. Fue un acoso constante que duró 3 días, durante los cuales la legión romana jamás pudo presentar batalla en campo abierto. De haber sido así, habrían salido victoriosos. La zona estaba cubierta de espesos bosques que con las lluvias se llenaron de barro. Los escudos de madera se hinchaban y eso hacía que no se pudieran manejar. El ejército romano necesitaba terrenos amplios por los que desplazar y desplegar su inmensa cantidad de equipo. Arminio, que era explorador del ejército romano, condujo a las legiones al lugar en que se había preparado la emboscada y desapareció. Los restos arqueológicos indican que las refriegas fueron constantes a lo largo de varios kilómetros. Los germanos atacaban y huían, debilitando más y más a los romanos. Al parecer, durante el primer día se desató una tormenta intensa que hacía muy difícil el avance de los romanos por terreno irregular, aunque, a pesar de las trabas, las legiones lograron levantar un campamento al anochecer, como hacían siempre. Tras los combates y emboscadas del segundo día, apenas pudieron cavar una fosa tras la cual guarecerse. Pero el tercer día las legiones se encaminaron hacia el paso de Kalkriese en las que había miles de germanos aguardándoles. Los romanos fueron atrapados en una estrecha zona que tenía pantanos al norte y montañas y árboles al sur. Aquí incluso los germanos habían levantado una especie de muro de madera con aperturas a través de las cuales lanzaban flechas y lanzas. Los romanos se hallaban desperdigados, diezmados y su jefe Quintilio Varo se había suicidado. Los legionarios intentaron superar la muralla que se hallaba sobre un terraplén, razón por la que tenían que ir cuesta arriba, cuestión que aumentaba su desgaste. Por los restos arqueológicos y por el estado en que se han encontrado espadas y puntas de flecha –un filo de espada mellado y roto en varios puntos de su filo- se deduce que los legionarios lucharon hasta la extenuación por salir de la trampa. Monedas y objetos personales hallados a lo largo de varios kilómetros señalan que, una vez desbordada y superada la legión, la huida se hacía de modo individual, desprendiéndose de cualquier cosa que les estorbase.

6 años después de la matanza, el general romano
Germánico volvió al escenario de la batalla y halló que aún había cadáveres sin sepultar y restos diseminados. Germánico enterró cadáveres y recuperó un águila de la legión XIX. El historiador Tácito relató lo que Germánico había visto: “Huesos blanquecinos, esparcidos o amontonados según hubieran huido o resistido. Había cabezas clavadas en los troncos de los árboles. En los bosques cercanos estaban los altares de los bárbaros sobre los cuales habían sacrificado a los tribunos y los centuriones de más antigüedad”
Al parecer, el emperador Augusto, ante el temor de que los germanos invadiesen la península Itálica quiso hacer una milicia y ordenó que la gente se enrolase, incluso so pena de ver sus tierras y posesiones incautadas. Pero casi nadie acudió a la llamada, a pesar de que llegó a haber ejecuciones. Esto confirma que las sociedades se vuelven cómodas y vagas, aun en tiempos duros y difíciles, tras haber vivido bien y sin problemas.

Dicen que el emperador
Augusto, al enterarse del desastre de Teutoburgo, recorrió durante horas los pasillos de su palacio imperial gritando: “Quintilio Varo, devuélveme mis legiones”.