31 de enero de 2008

Rollos y picotas


Este es el rollo o picota de Ocaña. Se llamaba rollos a las columnas que se usaban para señalar que ese lugar estaba sometido a la autoridad del Rey. Solía haber una en cada pueblo o comarca de España. Era un modo de recordar a los que pensaban infringir la ley lo que podía ocurrirles si se pasaban un pelo. Lo primero que se hizo en América fue erigirlos en las primeras ciudades que se fundaron. Las picotas eran similares, cambiaban algo en su forma. De ahí viene la frase "poner a alguien en la picota".


De los rollos o picotas se ahorcaba a los reos de justicia aunque, en ocasiones, solo se colgaban sus cabezas: a la entrada del pueblo, para que se viesen bien y fueran escarmiento de granujas. Se dejaban balanceándose hasta que los buitres y cuervos les habían comido todas las partes blandas. En tiempos de Felipe II se mandaban documentos a las zonas rurales exigiendo que en todos los pueblos hubiese horcas, cuchillo, cárcel y picotas. Su uso se abolió en 1813 tras las Cortes de Cádiz, derribándose la mayoría. Mal hecho. Les entró la fiebre de la corrección política de la época y esa herencia de la Revolución Francesa de que no había que infligir puniciones desmedidas. Menos mal que hubo quienes se saltaron la orden y todavía podemos verlas en bastantes lugares de España. Esta es la de Ocaña, provincia de Toledo. Estas picotas forman parte de nuestra historia. A mí me entran escalofríos de imaginarme los cuerpos o cráneos pudriéndose y las aves carroñeras revoloteando.

28 de enero de 2008

De silogismos y controles



En la foto se ve a Aristóteles con el busto de Homero. La foto la hizo Rembrandt. Pongo al maestro de Alejandro Magno por un artículo, incrustado más abajo, de Pérez Reverte quien escribe una lúcida reflexión sobre el pensamiento lógico-racional, tan cultivado por Aristóteles, ejercido por alguaciles y corchetes de Su Majestad.




Pero lo mejor de lo último lo presencié hace dos días en el aeropuerto de Barcelona, y les juro que parecía una encerrona de cámara oculta. Un chico joven que venía de algún país exótico traía un arco en la mano: muy bonito, artesanal. Un arco del Amazonas o de por allí. Yo iba detrás, y mientras esperaba turno en el control, observé que el vigilante de seguridad estudiaba el arco, indeciso. Luego miraba al chico, y otra vez el arco. «Esto no puedes llevarlo», dijo al cabo. El chico preguntó por qué, y el otro aclaró: «Es demasiado grande, y además es un arma». Durante quince segundos, el chico miró al otro como digiriendo la cosa. «Es un arco», dijo al fin. «Eso es» –respondió el vigilante con implacable lógica–. «Y un arco es un arma». El chico reflexionó durante otros diez segundos. «Pero no llevo flechas», repuso. Mientras yo intentaba imaginarlo secuestrando un avión al grito de «Alá Ajbar» con un arco y unas flechas, el vigilante hizo un gesto ambiguo, como diciendo: «Vete a saber lo que podrías usar como flechas». En ésas, como había mucho pasaje esperando y nos amontonábamos en el control, se acercó un guardia civil, y el vigilante le explicó el problema. La imagen del picoleto perplejo, arco en mano, meditando sobre cómo aquella arma letal podía convertirse a bordo de un avión en arma de destrucción masiva –podía dispararle un yogur caducado al piloto, concluí al fin, o estrangular a una azafata con la cuerda–, no se me olvidará mientras viva. Al cabo, movió la cabeza. «Ni tirachinas, ni arcos, ni armas arrojadizas –zanjó–. Tienes que facturarlo». El chico puso cara de angustia. «Es que mi avión sale dentro de media hora», arguyó. El guardia civil lo miró impasible. «Pues espabila», dijo. Y mientras veía al chico correr desesperado camino de los mostradores, arco en mano, pensé: mierda de tiempos. Robin Hood no podría viajar en avión.

26 de enero de 2008

Nordlingen




Estamos en Nordlingen, en Baviera, al sur de Alemania, entre el 5 y el 6 de septiembre de 1634. Por un lado había tropas herejes y luteranas: suecos principalmente, aunque también había alemanes y finlandeses. Por otro lado los católicos: tropas españolas e italianas y católicos alemanes.

Los católicos colocaron su parte central con tercios españoles en la colina de Albuch. Los suecos atacaron con caballería y buenos zambombazos de artillería. Con la caída de la noche, los suecos intentaron acercar su infantería pero en el combate cuerpo a cuerpo fueron derrotados. A las 11 de la noche unos 4.000 protestantes atacan la colina y hacen retroceder a los católicos. Weimar, uno de los jefes protestantes, se impacienta y dice que no quiere esperar más para acabar con esos andrajosos españoles, a pesar de que sus capitanes le piden prudencia.

Uno de los jefes alemanes católicos protestó porque su regimiento había sido relegado a fin de hacer sitio a un tercio español. Dijo que era injusto tras 30 años de servicio a España. El germano se llamaba Wurmser y aseguró que pensaba desobedecer, agarrar una pica y mezclarse dentro del tercio español. El Cardenal Infante Fernando, hermano de Felipe IV, ante semejante muestra de lealtad y coraje concedió al alemán su deseo y les otorgó ir en primera fila. El valeroso Wurmser moriría en su posición aguantando el ataque sueco. Las tropas de Wurmser no pudieron aguantar el empuje y se desmoronaron.

Los católicos cedían y solo el Tercio de Toralto integrado por italianos y el Tercio de Martín de Idiáquez –un vasco- se mantenían firmes. El Tercio de Idiáquez comenzó a avanzar con su disposición normal: arcabuceros delante protegidos por un enjambre de piqueros. Dos veces rechazaron los católicos a los suecos durante esas horas. Un tercer ataque de caballería sueca a eso de las 7 de la mañana fue repelido por los tercios españoles. Llevaban toda la noche combatiendo.

Cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve veces y hasta un total de 14 asaltos suecos fueron rechazados a lo largo de la noche y la mañana del día siguiente. Los suecos llegaron a emplear un contingente de caballeros medievales con armadura al mando del duque de Lorena pero nada pudieron hacer.

Los soldados de los tercios, perros viejos y con esa guasa tan española, desarrollaron una táctica mezcla de gallardía y pitorreo. Cuando los suecos se aproximaban, se tiraban al suelo y evitaban el disparo. Luego se levantaban y los acribillaban. Tened en cuenta lo que se tardaba en cargar un arcabuz: varios minutos. En ese momento, fruto del cansancio y la mala uva hispana, muchos soldados españoles rompieron la formación y contraatacaron a pesar de que no se les había ordenado. Más suecos cayeron por esto.

Eran las 10 de la mañana y los Tercios de Toralto e Idiáquez, andrajosos españoles, desharrapados españoles, seguían aguantando la embestida de los suecos. La caballería católica, aprovechándose de la obsesión sueca de conquistar la colina de Albuch, empieza a envolver a los protestantes. La moral sueca se derrumba y comienzan a retroceder. Tras 15 ataques rechazados, los tercios se lanzan en persecución de los suecos que huyen en desbandada. Hasta 21.000 suecos murieron aquel día. La gesta de Toralto e Idiáquez, con 15 cargas rechazadas y combatiendo sin descanso a lo largo de toda la noche, ha quedado sepultada en el olvido por un país que se avergüenza de lo que fue para complacer a no se sabe qué turbias ideologías y que confunde pacifismo con desmemoria. Calderón de la Barca, que fue soldado, dijo en su auto sacramental llamado "El primer blasón del Austria":

Con un tercio de españoles
don Martín de Idiáquez vaya
que su gente es tan valiente
que quedará en la campaña
antes que perder un paso
de este puesto que se guarda

19 de enero de 2008

Monumentos correctos

Pedazo de casita en la sierra que se hizo Felipe II. Me sigue sobrecogiendo volver a este lugar. Dicen los zahoríes que había una ciencia oculta que antiguamente hacía situar catedrales y ermitas en centros telúricos de energía. Ignoro si es así pero he percibido esa paz y admiración que se suscita caminando por los pasillos de El Escorial. Quizá lo que más me llama la atención es ver ese cuartito donde Felipe II dirigía el mundo. Una alcobita pequeña con una mesa, una cama desde la que podía oír misa sin moverse cuando los achaques lo fueron dejando inmóvil y una estantería. Se le podrán atribuir mil defectos pero era un tío austero. Bajar al Panteón Real y ver las tumbas de Carlos V o Juan de Austria también estremece si se consigue entrar en el papel y formar parte de todo eso.


Hace poco un ridículo concurso presentó la Alhambra como el monumento más representativo de España. No causa extrañeza sabiendo que vivimos en la tonta época de lo políticamente correcto y nada mejor para quedar bien ante los necios de turno que un monumento que hable de la convivencia de culturas y todas esas paridas. Cómo se nota que esos majaderos no han leído libros acerca de la supuesta pacífica convivencia. Porque claro: proponer un monumento como El Escorial que huele a imperialismo y a leyenda negra española por los cuatros costados no cuadra bien con la corrección política. Me van a perdonar pero la Alhambra al lado de El Escorial poco tiene que hacer. No niego su belleza pero creo que el Escorial le gana por varias cabezas. Y si no: seamos más correctos con la Mezquita que también es muy de mestizaje y crisol de culturas. A ver si a alguno le da por enterarse que la Mezquita de Córdoba fue antes iglesia visigótica y templo romano.

18 de enero de 2008

Polacos


Fue en 1808, el 30 de noviembre. La ocupación de España, que parecía iba a ser un camino de rosas, se le fue poniendo chunga al Pequeño Cabrón. De modo que, siguiendo la vieja máxima de que si quieres que algo se haga bien hazlo tu mismo, Napoleón vino a España a dirigir en persona el cotarro. El único camino posible hacia Madrid era el puerto de Somosierra y allí lo esperaban unos miles de españoles mal organizado y peor armados. Era un kilómetro de una vía angosta y en cuesta por donde pasaba la antigua Nacional I.



A ambos lados había artillería española deseando darle candela al ejército gabacho. Napoleón, nervioso e impaciente, se paseaba cabreado por la ineptitud de sus hombres que no conseguían alcanzar la colina. Sus mariscales, que se acojonaban tela cuando al Pequeño Cabrón se le crispaban los ánimos, movían los mapas, fingían dar órdenes y miraban de reojo al corso. De repente, Napoleón llamó a su guardia polaca y les exigió que tomasen aquella maldita colina. Los polacos que, aunque valientes, no eran gilipollas, se quedaron a cuadros con la orden, mirándose unos a otros. Tras titubear un instante, picaron espuelas y gritando eso de ¡Viva el Emperador! se lanzaron cuesta arriba con los cojones muy bien puestos y cagándose en la perra maldita que había parido al Pequeño Cabrón. Los españoles con los ojos como platos no entendían de qué iban esos polacos imbéciles a quienes les iba a caer la del pulpo. Los cañones empezaron a tronar y los polacos iban siendo derribados por las balas y la metralla españolas. Pero ninguno retrocedió. Porque eran polacos y desteñidos pero a arrestos no les ganaba ninguno. Al final, después de una sangrienta carnicería, lograron sobrepasar las líneas españolas. Nuestros muchachos corrieron como alma que lleva el diablo cuando vieron a esos bicharracos blancuzcos con el sable en la mano y mucha rabia por sus camaradas muertos.



Napoleón se hinchó aquella tarde a repartir medallas y reconoció personalmente la gesta de los gallardos polacos. Es, con seguridad, la carga de caballería más impresionante de la historia. Principalmente porque ganaron. Cuando vayáis por la A1, haced un alto en el Puerto de Somosierra y tomaos un vaso de vino en honor a los redaños de aquellos polacos.

15 de enero de 2008

El hombre contra la máquina


Una de las situaciones más absurdas con las que nos topamos es tener que dialogar con una máquina. Esta mañana he llamado a mis queridos amigos de Moviestá y me han tenido como media hora gritando. Ellos a su aire no reparaban en mi desesperación y seguían emperrados: "Perdone, no le he entendido. Repita de forma clara el motivo de su llamada". Yo solo quería estrangular, asesinar, degollar, escaldar, triturar, trocear, echar en ácido...
Nada mejor que un poco de humor absurdo y genial para mitigar los pesares.
Monty Python siempre.

13 de enero de 2008

Olivos


No creo que ninguno de nosotros lo haga con mucha ceremonia. Si nos apetece meternos entre pecho y espalda un par de huevos fritos, agarramos la botella, echamos a la sartén y, hala, huevos fritos con o sin puntilla. Cada cual escoge. Pero quizá deberíamos empezar a pensar en lo que hay detrás de esa botella de aceite de oliva. En esa botella que yace junto a arroces, frijoles, albahaca -bellísima palabra- y latas de atún hay historia. E historia de la buena.

Porque Jesús de Nazaret, Justiniano, Séneca, Pompeyo, Aníbal, San Agustín, Escipión y el gran Alejandro aliñarían sus platos, fueran más frugales u opíparos, con aceite de oliva. Pensad en esas galeras romanas en cuya panza iban cientos de ánforas cargadas con buen aceite de oliva de Hispania. Dicen que en la Bética, lo que hoy es Andalucía y parte de Extremadura, se cosechaba el mejor aceite del Imperio. Según Estrabón, que tenía buenas fuentes pero nunca estuvo en Hispania, el mejor aceite de oliva era el hispano. El africano lo usaban para las lámparas y el itálico en la elaboración de perfumes.

Llegaba tanto aceite de Hispania que al sur de Roma se erigió el Monte Testaccio o Testacho como lo mentó Cervantes. Este monte se hizo con los restos de ánforas que venían de la Bética. Se cree que hasta 26 millones de ánforas se acumularon formando ese monte. La economía mandaba -entonces y ahora- y salía más barato romperlas que lavarlas y enviarlas de vuelta. Es decir: era un vertedero de aceitosas e históricas ánforas.

No creo que sea casualidad que los anglosajones y otros pueblos bárbaros -sin nuestro latín seguirían siendo bárbaros- sigan cocinando con hedionda manteca y otras grasas fétidas.
Sentíos parte de todo aquello cuando os hagáis unos huevos fritos o aderecéis una ensalada. Pensad en esos abnegados navegantes que cruzaban nuestro Mediterráneo. Pensad en la ramita de olivo de Atenea y en los santos óleos cristianos y en el rey ungido sobre cuya frente se derramaba aceite de oliva, cuando veais un hermoso y antiquísimo olivo.

11 de enero de 2008

El más valiente de los valientes

Michel Ney era mariscal de los ejércitos de Napoleón. Nació en el mágico año de 1769, el mismo en que fueron paridos William Pitt, el duque de Wellington, Humboldt y el propio Napoleón. Había venido al mundo en Saarlouis, una ciudad que era francesa entonces y que hoy es alemana. Su padre quería que tuviese un tranquilo y seguro oficio de funcionario pero el joven Ney tenía la sangre demasiado inquieta. Se enroló en un regimiento de húsares en 1787. Era general de brigada en 1796 y general de división en 1799. En 1804 fue nombrado mariscal por Napoleón. 


Su leyenda comenzó en 1805 con la campaña del Danubio. La batalla tuvo lugar en Elchingen. Ney era un militar de los de antes. Cargaba al frente de sus soldados y los conducía a la victoria. Dicen que su osadía no tenía límites. Cargaba con su caballería, cuando nadie más creía que podía hacerse. No se escondía en los puestos de mando ni disimulaba su rango. Desenvainaba el sable y cargaba, como hacía Alejandro Magno; como hicieron tantos líderes, antes de que terminaran refugiándose en las zonas de retaguardia y a salvo de cañones y fusiles.

Vestido con su uniforme de mariscal y con la medalla de la Legión de Honor brillando en su pecho era un blanco fácil, mas nunca resultó herido. Terminaba las contiendas con el traje hecho harapos y con el rostro ennegrecido por la pólvora. En Elchingen desobedeció órdenes. Atacó cuando le exigieron retirarse y ganó. Napoleón lo hizo duque de Elchingen. En Waterloo se estrelló una y otra vez contra la infantería británica pero no cejaba en su empeño. Hizo célebre una frase con la que arengó a sus hombres: “Soldados, venid a ver cómo muere un mariscal de Francia” 


Pero fue en la campaña rusa donde el mariscal Ney alcanzó su gloria eterna. El gran ejército de Napoleón fue humillado por el invierno ruso y por sus inmensas estepas: había que retirarse. La inmensa maquinaria napoleónica volvió sus pasos hacia Francia. Cientos de miles de soldados se arrastraban acosados por el hambre, el frío y los cosacos sedientos de sangre gabacha.

Al mariscal Ney se le encomendó la tarea más difícil: proteger la retaguardia. Un día, una maniobra rusa lo separó del grueso del ejército. Se quedó aislado y sin artillería. Con apenas 5.000 hombres y perdido en medio de Rusia estaban condenados a ser exterminados. 80 mil rusos esperaban la orden de atacar. Había una niebla espesa y Ney decidió atravesar las líneas rusas aprovechando la falta de visibilidad. Lo hizo jugándose el pellejo y ganó. Los rusos no pudieron detener el empuje desesperado de los franceses liderados por el carismático Ney. Aprovechándose de la niebla y de que, ni por asomo, los rusos esperaban ser atacados, Ney consiguió cruzar las filas rusas. Las bajas fueron terribles. Los cosacos los seguían persiguiendo sin descanso. Ney continuaba avanzando hacia Kovno donde estaba la frontera, que hoy es una ciudad de Lituania. 


Lo único que les separaba de abandonar Rusia era cruzar el río Niemen en las afueras de Kovno. La imagen que muestra el cuadro de Adolphe Yvon representa al mariscal Ney con un mosquete en la mano como un soldado más. Cuidaba de sus hombres quienes confiaban ciegamente en él, casi como un padre. Ved el rostro de terror de muchos soldados. Ney los tapa con su cuerpo. Los protege como si fueran sus cachorros. Fue el último en cruzar el río. No quiso hacerlo hasta que el último de sus hombres hubiera pasado al otro lado. 200 hombres lograron sobrevivir.

Tras el desastre de Waterloo fue fusilado, el 7 de septiembre de 1815, por su connivencia con Bonaparte. Dicen que los soldados llorosos que formaban el pelotón de fusilamiento mojaron pañuelos en su sangre. Uno de ellos, un veterano de Rusia, se negó a disparar. Napoleón había dicho de Michel Ney que era “el más valiente de los valientes”. Lo enterraron en el cementerio de Pere-Lachaise, en París.




La leyenda del mariscal Ney fue tan fuerte en su época que se dijo que no lo habían fusilado. Corrió la leyenda de que Wellington lo salvó y permitió que emigrase a Estados Unidos. Allí habría sido profesor en Carolina del Sur. Peter Stuart Ney -así se llamaba este hombre- murió en 1486 y está enterrado aquí. Dicen que un médico lo examino y que tenía multitud de cicatrices y heridas de metralla. 


La inagotable leyenda del más valiente de los valientes.

9 de enero de 2008

Culatazos


Este caballero tan emperifollado -como cualquier rey de los de antes- era Francisco I, monarca de los gabachos. Se gastaba unas buenas napias. Franceses y españoles llevaban tirándose de los pelos como 30 años por el reino de Napoles. Carlos V y Francisco I se echaban mal de ojo, se pinchaban los retratos con alfileres y quedaban en los Pirineos para decirse: "y tu más". 

Y aconteció que, el 24 de febrero de 1525 en la batalla de Pavía, Francisco I fue derrotado por Carlos V: bragueta ligera y mandíbulas muy salientes. Hasta aquí todo normal. Un rey contra otro. Todo dentro de lo corriente. Pero sucedió que Francisco I se despistó de su guardia. A saber lo que pasó. Quizá un cañonazo le asustó al caballo o quiso huir y se fue por donde no debía. No lo sabemos. Pero el caso es que Francisco I, muy rey él y muy regio y excelso, acabó en medio de la boca del lobo y rodeado por tropas españolas e italianas. Y aquí viene lo divertido.

Imagínense a Francisco I queriendo huir con todo el peso de la armadura y en esto que se le aparece un soldado vascongado llamado Juan de Urbieta. El vasco le debió de ver importante por sus ropajes y armaduras y se le ocurrió, a buen seguro, pedir un rescate. Juan de Urbieta le puso la espada en el costado y lo conminó a rendirse. El gabacho gritó algo así como que era el rey y que sólo se rendiría al emperador. Piensen en la cara de Urbieta -resudado, con la cara negra por la pólvora- oyendo al francés proferir frases en una parla extranjera. Urbieta, de repente, tuvo que dejar a su presa porque unos franceses querían capturar el estandarte de la compañía. Pero antes de marcharse se dirige a Francisco I y le dice que se espere, que él vuelve enseguida. El rey estaría con una cara de no entender nada: primero me capturan; luego se van; esto no es serio. Justo ya se iba Juan de Urbieta cuando le enseñó al rey la boca de la que le faltaban los dos dientes delanteros. Ese sería el santo y seña para reconocerse: los dos piños inexistentes. Juan de Urbieta se fue a dar unos cuantos arcabuzazos y volvió a por Francisco I cuya actividad durante el rato que estuvo solo se desconoce. Puede que se pusiera a hablar solo o a contar guijarros o Dios sabe qué. Juan de Urbieta recogió su valiosa presa y, defendiéndolo de quienes querían matarlo, lo entregó a sus superiores, los cuales trataron a Francisco I como correspondía a su categoría. Le quitaron la espada y lo mandaron a Madrid donde, cuenta la leyenda, lo encarcelaron en la Torre de los Lujanes, un precioso edificio sito en la Plaza de la Villa, en la calle Mayor donde antes estaba el ayuntamiento. Dicen que se carteó con Juan de Urbieta al que agradeció el trato dado. El valiente vascongado murió y fue enterrado en la misma plaza que lo vio nacer, en Hernani
300 años después, en 1808, los gabachos -cuyas botas lamía nuestro miserable Fernando VII- fueron expresamente a Hernani para buscar su tumba, profanar sus restos y esparcirlos por el pueblo. Como se ve, los franceses no olvidan su historia. Además, en cuanto los napoleónicos llegaron a Madrid, exigieron que se les devolviese la espada de Francisco I que había estado todo ese tiempo en la Armería Real. Los franceses no olvidan su pasado.
Pero este escrito quiere denunciar la inaceptable coacción a la que fue sometido Juan de Urbieta y su hecho diferencial, pues se han hallado documentos que prueban que tanto la participación de Urbieta en Pavía, como la defensa que hizo del estandarte de los tercios españoles -la vieja Cruz de Borgoña- se debió a los culatazos que le propinó la Guardia Civil. Ya es hora de decirlo: todos los vascos que tomaron parte en la historia de España fueron obligados por los antepasados de Tejero.

Jarretes



Esta foto es de la Puerta del Sol hace 200 años. La misma que hoy está llena de lucecitas, de ruido, de carteristas, de alguaciles, de turistas, de taxis, de chaperos, de trileros y de chicas hermosas. 

Impresiona de esta foto hecha por Goya el paisano que acuchilla con toda la saña de la que es capaz al mameluco derribado de su montura. Lo ha derribado el que está a su derecha: el paisano que le corta los jarretes al caballo a fin de que caiga al suelo. Al tío que acuchilla al mameluco no le impresiona ni su bombacho ni su turbante. Quizá uno de esos moros asaeteados era Mustafá, héroe de Austerlitz y condecorado por Napoleón en persona. Venía de humillar a los prusianos y a punto estuvo de capturar al zar ruso. Pero el destino le tenía reservado un final más vulgar e inesperado. Sus mamelucos y él venían a galope tendido desde lo que hoy es el Congreso de los Diputados, subieron por la Carrera de San Jerónimo y entraron rabiosos de cólera a la Puerta del Sol. 

Se toparon con una muchedumbre que blandía tijeras, palos, azadas y, sobre todo, navajas. De dos palmos y hechas en Albacete, como mandaban los cánones. La gente se tiraba a las patas de los caballos para que tropezasen. Los más hábiles les cortaban los tendones de las patas o les sacaban las tripas. Lo que fuera con tal de derribarlos. Y tras el equino caía su jinete. A Mustafá, héroe de Austerlitz, lo debieron de degollar entre varios madrileños coléricos por la zona donde hoy está el intercambiador. Nadie se fijó en sus galones ni en sus medallas. Solo vieron carne gabacha y a por él que fueron.

Aunque hubo muertes por doquier, Murat, el gran duque de Berg, se concentró en dos sitios. El primer patíbulo estaba donde hoy se levanta el Hotel Ritz. El segundo, justo en Plaza España. De este segundo patíbulo Goya haría una conmovedora foto con "Los fusilamientos de la montaña de Príncipe Pío". Por justicias del destino, Murat murió fusilado 7 años después. Era tan coqueto el amigo -siempre iba con sus plumas, sus pendientes, sus casacas relucientes y su pantalón con el paquete bien marcado- que pidió que no le apuntasen a la cara. Coqueto hasta la muerte.