20 de agosto de 2009

Magallanes y Elcano

La cosa se comenzó a gestar en Valladolid en marzo de 1518. Dos portugueses esperaban para ver al canciller Jean le Sauvage que era un noble flamenco que había venido con la camarilla de Carlos V, quien apenas tenía 18 añitos: los mismos que el siglo.

Los portugueses que aguardaban para hablar con Jean le Sauvage eran Fernando de Magallanes, que era capitán de barco, y Ruy Faleiro que era cosmógrafo. Ambos traían la idea de que se podía llegar a Oriente evitando la ruta africana. Había precedentes como el de
Juan Díaz de Solís que había descubierto el estuario del Río de la Plata –donde hoy está Buenos Aires- pero el pobre no pudo hallar el estrecho y encima, cuando estaba tocándose la barriga en la playa al más puro estilo Fuengirola, los indios guaraníes se lo comieron a él y a 8 marineros más. Ignoramos si les gustaba poco hecho o al punto.

Finalmente, tras negociar con sagacidad, Magallanes firmó las capitulaciones con Carlos V el 19 de abril de 1519. Las capitulaciones eran como contratos donde se especificaba la parte que le correspondía al rey de lo ganado; a quién le tocaba administrar justicia y cosas así. Fue un año intenso 1519: el mismo en que Hernán Cortés desembarcaba en México. En las capitulaciones Carlos V escribió un texto cuyas líneas más famosas son: “Partid en buena hora a descubrir la parte del Mar Océano que cae bajo nuestras fronteras y demarcación […]”
Magallanes le había ofrecido su plan a Manuel I que era rey de Portugal, pero el monarca luso no andaba muy lúcido de visión comercial y le dijo que nones. Pero dicen que Manuel I se dedicó a sabotear todo lo que pudo y más la empresa de Magallanes: quién sabe si por envidia o por despecho.

El 20 de septiembre de 1519, Magallanes se hizo a la mar con 5 barcos y 265 hombres desde el puerto gaditano de
Sanlúcar de Barrameda. Magallanes, que era muy cuco, no les contó a sus hombres la magnitud del viaje que iban a emprender, para evitar deserciones. Además de municiones y comida, Magallanes embarcó baratijas con las que negociar con los nativos como tijeras, cascabeles, cuchillos y espejos. A pesar de lo que se cree, la mayoría de las empresas de Indias –se las llamaba empresas porque eran negocios que “se emprendían”- se costeaban con dinero privado. Pero aquí hubo dinero estatal: la Corona puso la mayor parte del coste en el 2º viaje de Colón, en el viaje de Pedrarias Dávila y en el viaje de Magallanes. Carlos V aflojó 6,4 millones de maravedís y el resto –1,8 millones- lo puso un mercader.

Magallanes hizo escala en las Canarias y luego siguió hasta Cabo Verde y Sierra Leona. En los barcos se producía un fenómeno llamado
Fuego de San Telmo. No es difícil imaginarse el miedo que este fenómeno –que hace parecer que hay fuego sobre las velas y los mástiles- causaría en un hombre del siglo XVI. Fue cuando Magallanes puso proa a Brasil.
Antonio de Pigafetta era un italiano que sobrevivió al viaje y que lo narró todo en un libro. Contó que los indios dormían en hamacas de algodón; que iban desnudos; que se comían a sus enemigos para asimilar sus virtudes; y que había unos preciosos loros. Algunos indios regalaron a 2 de sus hijas como esclavas para conseguir un cuchillo. Y eso que los indios eran perfectos y los españoles unos demonios que venían a exterminarlos. Los indios de Brasil fueron el primer modelo de inspiración para el mito de “El Buen Salvaje”: la idea de que los indios vivían en un Jardín del Edén y que no conocían el hambre, ni la envidia, ni el adulterio, ni los celos, ni la, pobreza, ni los asesinatos, ni el robo. La idea de que los indios eran seres buenos, puros y angelicales que fueron corrompidos por los europeos pervive hasta nuestros días

El 31 de marzo de 1520, Magallanes y su flota llegaron a Puerto San Julián, un pueblecito de Argentina que sigue recordando aquella expedición con un
museo temático. Era invierno profundo y Magallanes tuvo que hacer frente a un motín. Muchos marineros querían volver a España pero Magallanes se impuso. Hubo alguna muerte y a otros se los abandonó en tierra. Hubo un marino portugués llamado Esteban Gómez que escapó con una de las naves. Aquí es donde se puede decir que comienza la leyenda de Magallanes.

Magallanes se dispuso a adentrarse en el Estrecho que hoy lleva su nombre. Es difícil pensar en la pasta de la que estaban hechos hombres como él que en un barco pequeño –poneos al lado de la réplica de la nao Victoria- , sin apenas instrumentos de navegación, sin haber estado jamás en esos lares, sin saber qué se iban a encontrar y con las condiciones climáticas que hay en esa zona –cerca de la Antártida y en pleno invierno- apartaron sus miedos y tiraron hacia delante. Hoy en día cualquier barco lleva sistemas de orientación y, en caso de emergencia, puede pedir ayuda. Magallanes estaba solo en la inmensidad de la nada.

Pigafetta cuenta que el estrecho tenía unos 500 kilómetros de largo y que a ambos lados solo había montañas nevadas. Algunos pensaban que aquel canal era solo una bahía pero Magallanes pensaba que había una salida al otro lado. Quién sabe si tenía información de primera mano de algún portugués que hubiese llegado antes que él, o quizá era su propio coraje. Magallanes iba en vanguardia abriendo paso y a veces avanzaba el solo para luego retroceder en busca de los otros barcos que esperaban a que él les mandase avanzar. Una novela de caballerías –
Las Sergas de Esplandián- sirvió para nombrar esa región: Patagonia. Por esos años, otra novela de caballerías – Amadís de Gaula- serviría para nombrar otra remota región: California.

El 28 de noviembre de 1520, Magallanes entró en el Mar del Sur al que él llamó “Pacífico” por lo tranquilo que lo vio. Primero subieron bordeando la costa de Chile y luego enfilaron el Pacífico. Fue la parte más dura, porque el agua se les pudrió y la comida comenzó a escasear. Según Pigafetta, se comían las ratas del barco, cuero y serrín.

Consiguieron llegar a donde hoy están las Islas Marianas en marzo de 1521. Y las nombraron como Islas de Ladrones porque los indios eran rápidos en afanar lo ajeno. Pigafetta narró que los indios iban desnudos aunque algunas mujeres se cubrían sus partes con una corteza de árbol. Para un español de la época era chocante la desnudez, aunque no tanto para un marino resabiado y de vuelta de todo. También contó que había hombres que llevaban barbas hasta la cadera. Más hacia el sur, yendo a las Filipinas, tuvieron noticias de que los portugueses habían andado por allí.

Magallanes se hizo amigo del rey de la isla filipina de Cebú al que consiguió bautizar a la usanza católica y nombró como “Don Carlos”. Fue en esos días, el 27 de abril de 1521, que Magallanes accedió a luchar contra un cacique enemigo del rey de Cebú. Ocurrió en la isla de
Mactán en donde Magallanes subestimó a su enemigo y cayó muerto. Pigafetta describió con mucha emoción la muerte de Magallanes: “[…] nuestro espejo, nuestra luz, nuestro reconforto y nuestra guía cayó muerto”. La tripulación hundió un barco y prosiguió con los dos que les quedaban: la Victoria y la Trinidad.

Pasaron por Borneo, en Indonesia, donde les sorprendió que el rey de allí los hiciera ir a lomos de un elefante para recibirlos. Conocieron a musulmanes que no se parecían a los moros que ellos conocían, porque estaban muy orientalizados. Incluso hubo un rey musulmán que le cambió el nombre a una isla y le puso “Castilla”. Los españoles vieron a esos moros muy razonables en comparación a los que conocían. En las Islas Molucas encontraron el ansiado
clavo: la especia que había puesto todo el mundo manga por hombro. Todos compraron clavo porque sabían que le sacarían mucho dinero en Europa. Incluso hubo quien vendió hasta su camisa. Los españoles vieron que el clavo crecía en árboles altos y gruesos, los cuales daban 2 cosechas al año y que crecían muy bien en las montañas y regados por la niebla.

A los españoles solo les quedaba un barco y tuvieron que huir rápidamente porque los portugueses estaban muy enojados. No querían competencia ni leal ni desleal. El libre mercado no se estilaba y casi todas las mercancías se movían en régimen de monopolio. Fueron los anglosajones quienes comenzaron el libre mercado con muy buenos resultados.

En diciembre de 1521, ya estaban cruzando el Océano Índico y
Juan Sebastián Elcano –vasco de 45 años, nacido en Guetaria, en Guipuzcoa- ya era el capitán del único barco que quedaba.

Al doblar el Cabo de Buena Esperanza –la punta más meridional de África- hubo portugueses que abandonaron el barco por miedo a ser ajusticiados en caso de que se encontrasen con compatriotas enardecidos. En Cabo Verde consiguieron arroz y agua para la última parte del viaje. Eran innumerables los cadáveres de los que morían y que había que lanzar al agua. Pigafetta apuntó una cosa curiosa acerca de los cadáveres: “los cristianos permanecían con la cara hacia el cielo y los indios la tenían hacia el océano”. También descubrieron que, al haber navegado siempre hacia el oeste, habían ganado un día y no era jueves sino miércoles.

El 6 de septiembre de 1522 –casi 3 años después- la nao Victoria arribó a Sanlúcar de Barrameda con 18 hombres a bordo, incluido Elcano, aunque habían zarpado 265. Remontaron el Guadalquivir hasta Sevilla y allí lanzaron una salva de honor. Después fueron a Valladolid donde los recibió Carlos V, quien le dio a Elcano la potestad de poner en su escudo de armas la frase latina “Primus me circumdedisti”, es decir, “fuiste el primero en rodearme”.

Magallanes y Elcano habían probado algo que se sabía hace mucho pero que ahora no se podía refutar: que la Tierra era redonda. Aunque ahora pueda parecer obvio, en la época fue un acontecimiento mundial. Habían mostrado que Colón estaba en lo cierto. Si la gesta la hubieran hecho franceses o ingleses, lo tendrían todo lleno de museos y rutas turísticas, pero lo hizo España. Y como tal, solo una triste y roñosa
placa recuerda el nombre de los 18 que volvieron a Sanlúcar de Barrameda.

14 de agosto de 2009

Barcelona 1809



Pocos saben que los catalanes también tuvieron un intento de rebelión similar a la que acaeció en Madrid contra los franceses el 2 de mayo de 1808. La insurrección de Barcelona aconteció un año más tarde: en mayo de 1809. Por lo tanto, se cumplen ahora 200 años. Podría ser un bonito ejercicio de memoria el recordarlo, pero en Cataluña estos hechos se omiten por un pequeño detalle: los barceloneses de 1809 se alzaron por la libertad de España. Y en el asfixiante mundo del nacionalismo catalán, eso se considera totalmente fuera de lugar. Como no pueden reescribir la historia hasta ese punto, lo silencian.

Todo comienza el 29 de febrero de 1808. Los franceses ocuparon Barcelona con una mezcla de “no os preocupéis que estamos aquí de paso y somos vuestros colegas” sumada a la estupidez y cobardía de dos reyes miserables: Carlos IV y Fernando VII. No hay mejor descripción para darse cuenta de cómo eran que fijarse en la cara con que los retrató Goya.

La primera medida que los franceses tomaron, una vez hubieron llegado a Barcelona, fue cortarles los badajos a las campanas. Hicieron esto porque sabían que en Cataluña había una tradición de usar las campanas para avisar a los otros pueblos de que había un peligro. Esta acción se llamaba “
somatén” y, como con el tiempo hubo milicias que se montaron y que acudían al toque de las campanas, se terminó llamando “somatenes” a las milicias. Estos somatenes se distinguirían en la guerra contra los franceses junto a otras milicias llamadas “migueletes”.

A diferencia de la sublevación del 2 de mayo en Madrid, la revuelta que se iba a producir en Barcelona no era un acto espontáneo y fruto de la ira acumulada: el alzamiento de Barcelona del 11 de mayo de 1809 se preparó meticulosamente.

Los somatenes y tropas entrarían por la puerta de San Antonio, un acceso que se hallaba en la antigua muralla medieval que fue derribada a mediados del siglo XIX. Había enfermos y heridos que se sublevarían en el Hospital de Santa Cruz. En el hospital de San Lázaro había 500 hombres armados al frente de Pablo Mora y José de Foixar. Y había paisanos en la Catedral y en otras iglesias, preparados con martillos a fin de golpear las campanas y llamar a somatén. También se habilitó un improvisado hospital de sangre en el domicilio de José de Foixar. Otros 100 voluntarios pretendían asaltar la casa donde se alojaba el general
Duhesme –gobernador de Barcelona en nombre de Napoleón- que era el Palacio Marc, el cual aún existe y es sede de la Consejería de Cultura de la Generalitat. Y muchos más planes con cientos de voluntarios se urdieron a lo largo de la ciudad.

Pero las cosas comenzaron a torcerse porque los franceses hicieron una inspección en la iglesia de
Santa María del Pino en donde los rebeldes habían hecho acopio de víveres. Además, los franceses hallaron que a la campana se le había colocado un badajo más rústico que el que le habían cortado, pero que serviría para llamar a somatén. Se hicieron redadas por todas las iglesias de Barcelona.

Los insurrectos quisieron sobornar a un italiano que estaba al servicio de los franceses, un tal capitán Provana al objeto de que les dejase pasar por la parte de las
Atarazanas Reales. Pero el italiano se fue de la lengua, a pesar de que le habían prometido 70.000 duros de la época. El italiano lo contó todo a los franceses pero dijo que ignoraba la fecha concreta del motín.

El 12 de mayo se decretó el toque de queda y los franceses comenzaron a registrar la ciudad de modo exhaustivo. El general Duhesme le dijo al capitán Provana que aceptase reunirse con los rebeldes en su propio domicilio y apostó un batallón escondido en la casa. Acudieron dos de los cabecillas, Salvador Aulet y Juan Massana, que fueron detenidos y llevados a la fortaleza de la Ciudadela.

La fortaleza se había erigido en tiempos de Felipe V pero se demolió a mediados del siglo XIX y hoy en su lugar está el
Parque de la Ciudadela. Los torturaron y es difícil de saber, pero, seguramente, acabaron diciendo el nombre de los otros sublevados.

Los franceses detuvieron al resto de los conjurados: a Joaquín Pou y Juan Gallifa que eran curas y al suboficial José Navarro. Se les sometió a juicio sumarísimo y se les condenó a morir el 3 de junio de 1809. Pou y Gallifa morirían por garrote vil; Navarro, Massana y Aulet serían ahorcados.

Los franceses se dieron cuenta de que no había un verdugo disponible y tuvieron que improvisar. Escogieron a dos presidiarios y les encomendaron la labor. Uno era valenciano –Antonio Aznar- y el otro aragonés – Antonio Sánchez-. Años después, en 1815 ambos presos fueron ajusticiados por un tribunal que dijo: “reos de alta traición e impío y sacrílego asesinato de cinco buenos españoles. Les condenamos a la pena de horca, debiendo ir arrastrados al suplicio, y después decapitados, y mutiladas sus manos derechas”.

A eso de las 16.30 del 3 de junio, comenzaron las ejecuciones. El primero en sufrir garrote vil fue el padre Joaquín Pou, quien agonizó durante mucho tiempo por la falta de pericia de los verdugos. El segundo ajusticiado fue el padre Juan Gallifa que murió con menos sufrimiento. El tercer reo fue Salvador Aulet que consiguió decir en catalán y en francés –antes de que lo ahorcasen- que perdonaba a quienes lo hubiesen agraviado. El cuarto en padecer fue el suboficial José Navarro. Y el quinto y último fue Juan Massana que también dijo en francés que perdonaba a sus enemigos.

A las 10 de la noche de aquel mismo día, los franceses eligieron a varios barceloneses para que trasladasen los cuerpos desde el patíbulo a una fosa común en la propia Ciudadela. Días más tarde, el 27 de junio se ajusticiaría a 3 barceloneses más: Pedro Lastortras, Julián Portet y Pedro Más.

El 4 de noviembre de 1814, el Ayuntamiento de Barcelona acordó homenajear a los caídos y dejó escrito: “[…] haciéndose por las almas de aquellos un muy solemne funeral, sean trasladados a sepultura honorífica los restos de dichos cuerpos […] de aquellos ilustres mártires de la libertad española en esta capital […] y se haga memorable la demostración de gratitud de Barcelona […]
Los cuerpos se exhumaron y se trasladaron a la
Catedral de Barcelona el 16 de octubre de 1815.

Es llamativo y nada casual que la Diada – fiesta nacional de Cataluña- ensalce a un héroe como
Rafael Casanova que fue lo que hoy llamaríamos un colaboracionista, porque falsificó el certificado de su propia muerte para huir cobardemente disfrazado de fraile. Se instaló a pocos kilómetros, en Sant Boi de Llobregat, y ejerció tranquilamente su profesión de abogado, muriendo a los 83 años. En su lugar, los catalanes podían recordar cada junio a Pou, Gallifa, Aulet, Navarro y Massana. Pocos se acuerdan hoy de estos barceloneses y, cuando lo hacen, los desvinculan completamente de la historia de España.

A pesar de que nunca hubo un momento mejor para que los catalanes reclamasen su independencia, nadie lo hizo. El vacío de poder era absoluto y, por no haber, no había ni rey en España. Nadie se acordó de las añoradas Cortes valencianas, catalanas o aragonesas que Felipe V había abolido 100 años antes. Aunque hoy se las evoque para hablar de los “300 años de ocupación de la nación catalana”. La Generalitat no resurgió de sus cenizas a pesar de los somatenes y migueletes catalanes alzados en armas. En su lugar, apareció la Junta de Cataluña –al igual que la de Valencia o Galicia- la cual invocó en sus llamamientos a Fernando VII, a la religión católica y a España.

Nadie recuerda que las zonas con más actividad guerrillera contra Francia fueron Cataluña, el País Vasco y Navarra. Nadie recuerda que Cataluña no quiso ser anexionada a Francia, que era un país más moderno y avanzado, y que había reconocido la oficialidad de la lengua catalana. Nunca jamás en su historia, Cataluña lo tuvo más fácil para ser independiente, pero nadie movió un dedo por ello. Quizá porque eran españoles.

12 de agosto de 2009

Galeones


Fueron presa codiciada de piratas y corsarios. Acosados y perseguidos por tifones y huracanes y por todas las aves de rapiña inglesas, francesas y holandesas que surcaban los mares, fueron derrotados en ocasiones, pero salieron victoriosos las más de las veces. Eran los galeones: el barco más simbólico del poderío español.

Su forma era inconfundible. Los hemos visto en películas y cuadros. Su rasgo más característico era la popa ancha y aplastada. Sobre esta misma popa se levantaba un altísimo alcázar que se dividía en varios niveles. Visto desde atrás tenía una peculiar forma de U que se abombaba por los lados y se estrechaba por arriba. En su parte trasera llevaba insignias religiosas o retratos de la santa o el santo que les daba el nombre. Solían tener dos filas de cañones en cada lado que no usaban en demasía. Los españoles gustaban del combate cuerpo a cuerpo y preferían acercarse al barco enemigo y abordar, que usar el fuego de los cañones.

El galeón era un barco cuyos antecedentes eran naves que se usaron principalmente para navegar por el Mediterráneo como la
nao, la carraca o la carabela. De las naves que usó Colón en su viaje, La Pinta y La Niña eran carabelas. La Santa María era una nao.

Se cree que los primeros barcos que se llamaron galeones debieron navegar en 1517 para combatir la piratería en el Mediterráneo. El término estaba ya en uso en 1530 cuando los franceses usaban la palabra “galeones” de modo abundante. La mayoría de las naos o carabelas no estaban hechas para pelear a cañonazos. Se usaban incluso como barcos mercantes en la mayoría de las ocasiones. En una época en que era raro que hubiera barcos de guerra especializados, los galeones fueron los primeros de su clase. Los galeones se hicieron para proteger el inmenso Imperio Español que se había conquistado y las pingües riquezas que cruzaban los océanos con destino a España. Aunque el término era ambiguo porque se usaba galeón para denominar barcos que no lo eran. Pero la cuestión quedó zanjada cuando en 1567 se les comenzó a llamar “Galeones del Rey”. Desde ese momento en adelante los galeones solo serían de la Armada Real. Es decir: los galones no eran privados sino estatales. Como la RENFE o RTVE.

Había que construir un barco que aguantase los huracanes y las fortísimas corrientes del Atlántico. Por lo tanto, la construcción de los galeones supuso un enorme esfuerzo tecnológico en la época. España era tecnológicamente el país más avanzado de su momento. Los sabios fueron muchos. Gentes como
Alonso de Chaves quien escribió “Quatri partitu” . Bartolomé Vellerino de Villalobos y su “Luz de Navegantes”. Juan Escalante de Mendoza y su “Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales”. Martín Fernández de Enciso y su “Suma de Geografía”. Todas ellas eran obras de cartografía, cosmografía, navegación, geografía, hidrografía y construcción naval.

Según cuenta el profesor Francisco Fernández González: “La navegación transatlántica invalidaba las cartas y propició el desarrollo de unas mejores técnicas para conocer los elementos esenciales de este arte: la posición, el rumbo y la velocidad. La posición se fija por la latitud y la longitud del lugar en la mar. Sólo la latitud se resolvía, con bastante pericia del piloto, midiendo la altura del Sol al mediodía con el cuadrante o el astrolabio, y la del polo y otras estrellas con la ballestilla o báculo de Jacob. Pero determinar la longitud requería dominar la medida del tiempo con mayor precisión. Los relojes a bordo eran la ampolleta de arena, que se volcaba cada guardia, de día, y el nocturlabio, que medía la posición del carro de la Polar, de noche, o la Cruz del Sur bajo el Ecuador”.


Todos los pilotos se formaban en la
Casa de la Contratación una institución con sede en Sevilla que empezó a funcionar en 1503 en tiempos de los Reyes Católicos. No es atrevido afirmar que la NASA y el Instituto Tecnológico de Massachussets MIT del siglo XVI estaban en España.

Los galeones se hacían en el norte de España, principalmente en Santander y en Guipuzcoa, porque el roble que nacía allí se tomaba como la mejor madera. Incluso en 1593 se ordena que "no se dé registro para Indias a ninguna nao fabricada en astilleros de las costas de Huelva ni de Cádiz" porque la madera de la zona se consideraba muy mala. Aunque las velas eran de lino de Holanda y los cordeles de las jarcias se tejían de cáñamo de Calatayud, y luego de Riga y Holanda. La brea para calafatear se hacía en Vizcaya, pero el alquitrán era de Moscovia.

Más tarde hubo astilleros donde se hacían galeones en La Habana, Cartagena de Indias, Veracruz y Manila. Se vio que la madera de esos lugares era mucho mejor que el roble cantábrico y vasco. Se empleó, sobre todo, caoba.

Los galeones españoles seguían 4 rutas que terminaban siendo 2.
- Había una ruta que traía por mar la plata de las minas de
Potosí en el conquistado Imperio Inca hasta Panamá y luego por tierra hasta Cartagena de Indias.
- La otra ruta se componía de dos flotas que salían juntas de España y se dirigían por un lado a Veracruz en México – la Flota de la Nueva España- y por otro lado a Cartagena de Indias y Panamá – la Flota de la Tierra Firme- Meses más tarde, zarpaban a la vez y se reunían en La Habana para volver a España.
- La última ruta era el
Galeón de Manila. Una apasionante y desconocida historia de galeones que cruzaban el Océano Pacífico desde Filipinas hasta México, para luego ir por tierra hasta Veracruz y desde ahí a España. Llevaban exóticos productos orientales a Europa y eran constantemente acosados por piratas holandeses –hasta allí se iban los muy cabrones- y piratas chinos. Pero la ruta se mantuvo hasta el siglo XIX.

La vida a bordo de un galeón sería asquerosa para cualquiera de nosotros. No había higiene y estaban infestados de cucarachas, ratas, pulgas y piojos. En algunos había una porción de tierra llamada jardines donde uno podía aliviarse. Si no, siempre cabía el recurso de bajar a la sentina, el lugar bajo el nivel de flotación donde se filtra el agua del mar.

Los soldados y marineros que iban a bordo tenían una dieta estricta y pobre. Se les daba medio azumbre –un litro- de vino tinto. Se les daba un bizcocho –un pastel que había sido “cocho” es decir, cocido, dos veces para que durase más- de unos 700 gramos. Se les daba una menestra de garbanzos, lentejas, arroz y habas. Además, había carne salada 4 días a la semana y pescado salado los 3 restantes. A todo esto se le añadía aceite de oliva, vinagre, cebollas, aceitunas y ajo. Sin pretenderlo, los galeones españoles tenían una dieta mediterránea y sana que hacía que el escorbuto fuese menos abundante que en barcos de otras nacionalidades.

Pero las historias más apasionantes y que más libros y películas han generado han sido las que tenían que ver con el oro y la plata que llevaban en sus panzas; con piratas que los acosaban o con huracanes que los hundían sin piedad.

En 1554 el galeón San Esteban salió de Veracruz rumbo a La Habana pero fue hundido por un huracán en el Golfo de México. En sus bodegas iban 2 millones de pesos en plata. Fue encontrado junto a 2 barcos más en 1960 junto a la costa de Texas en una zona que ahora se llama
Mansfield Cut Underwater Archeological District.

En septiembre de 1622 el
Nuestra Señora de Atocha se hundió saliendo de La Habana con un millón de pesos de plata, más 20 toneladas de lingotes de plata, más oro y esmeraldas. Fue descubierto en 1985 por Mel Fisher quien tuvo que litigar con el Estado de Florida para quedarse con el tesoro. La mayor parte se exhibe en Florida, en Key West, en un museo que lleva su nombre.

El 10 de diciembre de 1600 en la bahía de Manila unos piratas holandeses hundieron el
galeón San Diego cuyos restos fueron encontrados en 1991. La mayoría de lo recuperado se expone en el maravilloso y desconocido Museo Naval de Madrid.

Pero quizá el primer y más legendario caso de piratería contra el oro y la plata de las Indias sea el que ocurrió en 1522 entre las islas Azores y España. Hernán Cortés mandó a Carlos V, y a muchas otras personalidades, un riquísimo tesoro compuesto de piezas aztecas de oro desde México. El pirata francés
Jean Fleury al que los españoles llamaban Juan Florín, actuaba al amparo del rey francés Francisco I. Los franceses ya sabían de las riquezas del Imperio Azteca, pues se habían expuesto en Bruselas, en 1520, los primeros regalos que Cortés envió a Carlos V. Una de esas piezas aztecas –una elaborada pieza de orfebrería- había causado una gran admiración en el pintor alemán Alberto Durero. Juan Florín esperó al barco español, lo interceptó y se llevó su botín a Francia. La mayoría del oro azteca fue fundido en otras piezas y nunca se volvió a saber de él. Juan Florín fue capturado y ajusticiado en Toledo por orden de Carlos V unos años más tarde. Este desastre fue el comienzo de las flotas con escolta. Pero también fue el comienzo de los piratas como Francis Drake o John Hawkins. Fue el comienzo de los legendarios galeones.

3 de agosto de 2009

Gránico



La batalla sobre el río Gránico fue la primera de las grandes contiendas que sostuvo Alejandro Magno una vez que hubo decidido conquistar el Imperio Persa. Tuvo lugar en el norte de la actual Turquía, muy cerca del Mar de Mármara.

Alejandro Magno cruzó el Helesponto –hoy se llama Estrecho de los Dardanelos- con 32.000 infantes y 5.100 jinetes, más otros 8.000 infantes que ya estaban en territorio de lo que hoy es Turquía. Era la primera vez que un ejército griego llevaba la guerra al otro lado del Helesponto. Siempre había sido al revés y eran los persas quienes invadían Grecia para intentar dominarla. Pero Alejandro Magno era demasiado ambicioso como para esperar que los persas viniesen a plantarle cara. Dicen que Alejandro visitó las ruinas de Troya y rindió pleitesía a la tumba de Aquiles de quien se consideraba sucesor. Alejandro jamás quiso ser un segundón: aspiraba a ser el más grande.

Era el mes de junio del año 334 antes de Cristo. El ejército persa se oponía con unos 20.000 jinetes y unos 5.000 hoplitas que eran mercenarios griegos. No sería la primera vez que combatirían griegos contra griegos en Persia: ser mercenario era una profesión en alza. A pesar de que los historiadores de la época aumentaron el número de los persas,- a mayor gloria de Alejandro-, ahora se cree que ambos ejércitos estaban bastante equilibrados en efectivos.

El río
Gránico, que ha cambiado su curso desde aquellos tiempos, era fácilmente vadeable y por esa razón no supuso un obstáculo grave. Los persas esperaban a los macedonios al otro lado del cauce aprovechándose de que la margen del río se elevaba cuesta arriba. Es decir: los macedonios tenían que cruzar el río y combatir trepando una colina. El primer error fue que los persas prefirieron detener a los macedonios con su caballería, porque no se fiaban de que los mercenarios griegos se cambiasen de bando: al final el terruño siempre tira.

Como siempre, Alejandro se la jugó y ganó. Hizo que muchas tropas sirvieran de cebo a los persas que se envalentonaron y descuidaron sus flancos. Mientras tanto, sus temibles
falanges esperaban su momento. Las falanges portaban las sarissas: enormes lanzas de más de 5 metros. Su jugada maestra era una especie de yunque y martillo: en que el yunque eran sus falanges y él era el martillo con su caballería. Alejandro atacó por su derecha – la línea izquierda de los persas- y los desbordó. Poco a poco los fue envolviendo y se encontró de cara con los jefes persas. Fue uno de los instantes en que más cerca estuvo de la muerte.

Así lo cuenta el historiado griego
Arriano: “Alejandro divisó a Mitrídates, el yerno de Darío –el emperador persa- que se había alejado de los demás. Alejandro golpeó a Mitrídates en la cara y lo descabalgó. Pero otro persa llamado Resaces se fue contra Alejandro y le golpeó en la cabeza con su espada, aunque el casco aguantó el impacto. Alejandro se volvió y le atravesó el pecho a Resaces con su lanza. Alejandro no vio que Espitrídates estaba detrás de él con su espada en alto. Pero uno de los generales de Alejandro – Clito el Negro- le rompió la espada y el hombro a Espitrídates”

Alejandro Magno salvó la vida por la intervención de su fiel
Clito. Años más tarde, Clito le echó en cara a Alejandro, en un banquete, que había traicionado sus raíces griegas y que se había convertido en un tirano. Alejandro lo mató con su lanza completamente borracho.

No fue la primera vez que Alejandro pudo morir en la conquista del Imperio Persa. Lo hirieron en
Issos, en el sitio de Gaza, en las montañas de Bactriana, frente a los Aspasios –una tribu de la India-, y en Multán donde a punto estuvo de morir por una flecha que le atravesó el pulmón. Se exasperó porque sus soldados vacilaban en tomar una muralla y se lanzó él solo.

Si Alejandro Magno hubiera muerto y no hubiese conquistado el Imperio Persa nada habría sido como lo conocemos. No habría existido la
Biblioteca de Alejandría, porque el general macedonio Ptolomeo no habría podido fundarla. Se habrían perdido, quizá, todas las obras de Homero, Eurípides y casi todos los griegos clásicos, si los persas hubieran acabado conquistando a los griegos. Quizá habrían conquistado gran parte de Europa y Roma jamás habría existido. No habría existido Aristarco de Samos quien fue el primer ser humano en aventurar que la Tierra gira alrededor del Sol, porque Aristarco estudió en la Biblioteca de Alejandría. Tampoco habría existido Eratóstenes que calculó con asombrosa exactitud el tamaño de la Tierra. Tampoco el Cristianismo se habría empapado del pensamiento griego porque San Pablo no habría existido. Y jamás el Cristianismo habría pasado de ser un culto local, porque sus textos jamás se habrían escrito en griego como se hizo con el Nuevo Testamento que se escribió en griego, porque durante siglos el griego fue la lengua de cultura en toda la zona oriental del Imperio Romano. Pero no habría existido Roma, ni Lepanto, ni las Cruzadas, ni Santo Tomás de Aquino, ni John Locke. O quizá sí. Y Roma habría existido a pesar de todo. O quizá no. Es cierto que luego surgió el avance arrollador del Islam que a punto estuvo de comerse Europa en un par de ocasiones. Uno de los elementos que detuvieron el empuje del Islam en Europa fueron los españoles -con su genocida y poco buenrollista Reconquista- tan poco dados a la multiculturalidad en aquellos tiempos. Pero sin Cristianismo, ¿qué elemento de cohesión habrían encontrado para hacer frente al Islam? Aunque quizá nunca habría existido el Islam porque Mahoma nunca se habría alimentado del Cristianismo en la idea de un solo dios y de un oponente como Satán. Quizá seguiríamos siendo politeístas, pero nunca habríamos llegado a la Luna o quizá sí. Se admiten apuestas.