
El Saco de Roma se refiere al saqueo, pillaje y destrucción que las tropas de Carlos V cometieron sobre Roma a partir del 6 de mayo de 1527. La palabra Saco es una adaptación del italiano “sacco” que en italiano es “saqueo”.
Carlos V, casi sin comerlo ni beberlo, se había encontrado de sopetón con uno de los imperios más grandes jamás conocidos. La siempre envidiosa Francia maniobró para atraer al Papa a su bando y alejarlo de la influencia que sobre el pontífice tenía Carlos V. Los franceses no se andaban con tonterías y llegaron a pactar con los turcos –que raptaban y violaban mujeres cristianas- con tal de aminorar el poder español. De manera que Carlos V se vio enfrentado a una Liga que componían: Francia, El Papa y varios estados italianos. En Pavía, dos años antes, en 1525, Carlos V había dado un golpe sobre la mesa dejando claro quién era el que mandaba en Europa al capturar y humillar a Francisco I y traerlo a Madrid como un preso cualquiera. Todos tenían motivos para odiar a Carlos V: los franceses para limpiar su honor y el Papa a fin de no depender tanto de la influencia del monarca español. La presión que ejercía Carlos V sobre el Papa era brutal. Se llegó a imprimir un panfleto que decía que Carlos V tenía que corregir el blandito lenguaje que el Papa- Clemente VII- tenía acerca de la herejía de Lutero.
Los dos ejércitos se enfrentarían en Italia. Por un lado estaban las tropas imperiales que se componían de alemanes –llamados lansquenetes- españoles y mercenarios italianos. Por otro lado estaban las tropas francesas e italianas aliadas del Papa, agrupadas en una coalición llamada la Liga de Coñac. Las tropas imperiales se reunieron en el norte de Italia. Los lansquenetes alemanes cruzaron los Alpes y los tercios españoles llegaron tras desembarcar en Génova. Las tropas imperiales tuvieron algunos éxitos iniciales pero se cernía un problema que fue una constante en las terribles guerras que los españoles sostuvieron a lo largo de esa época: el dinero. Las pagas llegaban tarde o nunca y era muy difícil mantener la disciplina entre 30.000 soldados a quienes se adeudaba su estipendio. Las tropas presionaron al Condestable de Borbón –el general francés que mandaba las tropas imperiales- para marchar sobre Roma y cobrarse en especie el dinero que se les debía.
Carlos V, casi sin comerlo ni beberlo, se había encontrado de sopetón con uno de los imperios más grandes jamás conocidos. La siempre envidiosa Francia maniobró para atraer al Papa a su bando y alejarlo de la influencia que sobre el pontífice tenía Carlos V. Los franceses no se andaban con tonterías y llegaron a pactar con los turcos –que raptaban y violaban mujeres cristianas- con tal de aminorar el poder español. De manera que Carlos V se vio enfrentado a una Liga que componían: Francia, El Papa y varios estados italianos. En Pavía, dos años antes, en 1525, Carlos V había dado un golpe sobre la mesa dejando claro quién era el que mandaba en Europa al capturar y humillar a Francisco I y traerlo a Madrid como un preso cualquiera. Todos tenían motivos para odiar a Carlos V: los franceses para limpiar su honor y el Papa a fin de no depender tanto de la influencia del monarca español. La presión que ejercía Carlos V sobre el Papa era brutal. Se llegó a imprimir un panfleto que decía que Carlos V tenía que corregir el blandito lenguaje que el Papa- Clemente VII- tenía acerca de la herejía de Lutero.
Los dos ejércitos se enfrentarían en Italia. Por un lado estaban las tropas imperiales que se componían de alemanes –llamados lansquenetes- españoles y mercenarios italianos. Por otro lado estaban las tropas francesas e italianas aliadas del Papa, agrupadas en una coalición llamada la Liga de Coñac. Las tropas imperiales se reunieron en el norte de Italia. Los lansquenetes alemanes cruzaron los Alpes y los tercios españoles llegaron tras desembarcar en Génova. Las tropas imperiales tuvieron algunos éxitos iniciales pero se cernía un problema que fue una constante en las terribles guerras que los españoles sostuvieron a lo largo de esa época: el dinero. Las pagas llegaban tarde o nunca y era muy difícil mantener la disciplina entre 30.000 soldados a quienes se adeudaba su estipendio. Las tropas presionaron al Condestable de Borbón –el general francés que mandaba las tropas imperiales- para marchar sobre Roma y cobrarse en especie el dinero que se les debía.

Las murallas de Roma y el trazado de la ciudad no habían cambiado mucho desde que Aureliano en el 270 diseño las defensas de la urbe. Roma tenía sólidas murallas, un ancho río Tíber que hacía de foso y una poderosa artillería situada en el castillo de Sant Angelo. Pero el azar se puso del lado de los imperiales. Una espesa niebla caía sobre Roma el 6 de mayo de 1527 y los cañones de Sant Angelo nada podían hacer. El Condestable de Borbón, que dirigía las tropas imperiales, fue muerto al intentar trepar por una de las murallas. Dice la leyenda que el condestable fue muerto por el artista italiano Benvenuto Cellini.

Las tropas imperiales sortearon los muros y comenzaron a combatir por las calles. Las casas comenzaron a ser saqueadas. La falta de disciplina era total y el único jefe que, a duras penas, los podía mantener unidos yacía muerto. El Papa rezaba tembloroso en el Vaticano. Y, confuso ante tantos consejos dispares que le daban sus cardenales, tomó la decisión de escapar del Vaticano, por un túnel que aún existe y que se llama Pasadizo de Borgo, al Castillo de Sant Angelo.

Y ahí resistió tres semanas hasta que el hambre lo hizo ceder a las condiciones que imponían las tropas imperiales, las cuales se habían convertido en un contingente anárquico de arduo control. Roma era una ciudad sin ley y los nobles se las veían y deseaban para conseguir el dinero que les demandaban las tropas ocupantes. Los cadáveres se pudrían por las calles, por lo que la peste y las enfermedades asolaban la ciudad. Las tropas imperiales abandonaron Roma por la peste, pero volvieron a tomarla y saquearla unos meses después. Hasta su salida definitiva en febrero de 1528, las tropas imperiales hicieron de Roma su burdel y su taberna. El gran número de prostitutas que había en Roma impidió que se ultrajase a más mujeres. Se perdieron las cabezas de los apóstoles San Andrés y San Juan, la lanza Santa con que se remató a Cristo, el sudario de la Verónica, la Cruz donde se supone que Cristo fue crucificado y otras reliquias. Los eclesiásticos fueron sometidos a vilipendiosas pero divertidas gracietas como el cardenal Gaetano, vestido de mozo de cuerda, que fue empujado por la ciudad a patadas y sopapos. Los soldados borrachos jugaron a la pelota con la cabeza de algún santo. Hubo iglesias arrasadas, conventos quemados y monjas violadas en masa por los lansquenetes. Los tercios españoles también participaron en los desmanes pero se vieron algo frenados por su fe y su religión. Hay cierta historia de unos soldados catalanes que defendieron del saqueo la iglesia de San Juan de Letrán y cuyos nombres estuvieron varios siglos en una placa que recordaba la hazaña.
Los lansquenetes fueron quienes ocuparon el Vaticano y tuvo su coña el asunto. Convirtieron en establos varias lujosas estancias. Hacían hogueras dentro de las salas para calentarse. Hicieron pintadas, cual modernos grafiteros raperos, a punta de daga en varias esculturas y pinturas. Como no sabían apreciar lo que tenían entre manos, hacían apuestas y se jugaban a los dados obras de arte que valían mucho más. Vestían con sus uniformes a los santos de los altares para mofarse de ellos. También se engalanaban con las ropas cardenalicias y papales y se paseaban completamente borrachos por la ciudad con los mantos púrpuras sobre sus hombros. Cuando el Papa se rindió y accedió a pagar 70.000 ducados de oro hubo de producirse una situación bastante cómica también, pues irrumpió en el Castillo de Sant Angelo una atípica delegación compuesta de lansquenetes y tercios que irían sucios, malolientes, patilludos, barbudos y con unos pésimos modales. Mientras tanto, el Papa lloraba desconsoladamente vestido con sus finos ropajes y su elegante tiara papal. Dicen que el Papa se asustó mucho al ver a esos rufianescos personajes que venían a darle el sablazo del siglo.
Los lansquenetes fueron quienes ocuparon el Vaticano y tuvo su coña el asunto. Convirtieron en establos varias lujosas estancias. Hacían hogueras dentro de las salas para calentarse. Hicieron pintadas, cual modernos grafiteros raperos, a punta de daga en varias esculturas y pinturas. Como no sabían apreciar lo que tenían entre manos, hacían apuestas y se jugaban a los dados obras de arte que valían mucho más. Vestían con sus uniformes a los santos de los altares para mofarse de ellos. También se engalanaban con las ropas cardenalicias y papales y se paseaban completamente borrachos por la ciudad con los mantos púrpuras sobre sus hombros. Cuando el Papa se rindió y accedió a pagar 70.000 ducados de oro hubo de producirse una situación bastante cómica también, pues irrumpió en el Castillo de Sant Angelo una atípica delegación compuesta de lansquenetes y tercios que irían sucios, malolientes, patilludos, barbudos y con unos pésimos modales. Mientras tanto, el Papa lloraba desconsoladamente vestido con sus finos ropajes y su elegante tiara papal. Dicen que el Papa se asustó mucho al ver a esos rufianescos personajes que venían a darle el sablazo del siglo.

Carlos V siempre se disculpó por las tropelías de sus soldados, aunque lo hizo con la boca pequeña. Le interesaba que el Papa supiera quién mandaba en Europa y le vino muy bien un golpe de semejantes proporciones para frenar la herejía luterana. Desde aquel día y durante muchos años, España fue la potencia más temida. El Saco de Roma fue un cataclismo similar al derrumbe de las Torres Gemelas en Nueva York. Todos los escritores de la época lo compararon al saqueo que Alarico perpetró, asimismo, en Roma en el 410; o a la conquista de Jerusalén en el 70 por parte de Tito. Los intelectuales se dividieron cual modernos tertulianos radiofónicos. A Erasmo de Rotterdam le pareció bien como escarmiento a la corrupción de los Papas, al inglés Tomás Moro le espantó saber lo que ocurría. El Papa se convirtió en un fiel sabueso de Carlos V y cuando Enrique VIII le exigió divorciarse de Catalina de Aragón –tía de Carlos V- le dijo que nones. Y Enrique VIII se inventó su propia iglesia.
Pero quizá el gesto más heroico lo dio la Guardia Suiza del Papa. Estos guardias que hoy parecen ser unos monigotes con quienes los turistas se hacen fotos, se dejaron la piel y la sangre en las escalinatas de la Basílica de San Pedro. Esas escalinatas siempre plagadas de visitantes, de beatas y de vendedores de estampitas fueron testigos de una feroz pelea entre la Guardia Suiza y las tropas imperiales. No me habría gustado estar en el pellejo de esos guardias de hace 500 años y ver venir hacia mí a un puñado de asesinos en serie con ganas de sajar gargantas. La Guardia Suiza no se dejó arredrar y vendió cara su piel. De 189 guardias que había, pudieron contarlo 42. Desde aquel día los Guardias Suizos juran su cargo siempre un 6 de mayo. Acordaos de esta gesta la próxima vez que veáis a estos guardias tan sosainas e insulsos.