22 de septiembre de 2008

La chusma



España es distinta era el lema con que se atraía al turista de los años 60. Pero era una frase hecha con tiento y agudeza. Un país que el 7 de noviembre de 1823 abucheó y pidió sangre para Rafael de Riego –el del himno de Riego.- a quien antes había aclamado como su libertador. Lo arrastraron en un serón de esparto a la Plaza de la Cebada en Madrid y lo mataron e insultaron los mismos que antes lo habían jaleado. El pueblo español es valiente, honorable y leal, pero también es vil, salvaje e inculto. La tragedia de España.

Pero nuestra vieja Iberia es también la patria de
José Celestino Mutis, Antonio de Ulloa, Francisco Javier Balmis el de la Expedición Balmis, Jorge Juan, Fausto Elhúyar y de Andrés Manuel del Río. Y también es la patria de soldados valerosos que morían sin saber por qué en naciones extrañas. Morían con honor por su rey y por su Dios cuando la palabra honor todavía significaba algo. Y de honor va la historieta.

Todo ocurrió el 2 de mayo de 1808. Madrid hervía matando franceses. Los madrileños que salieron a matar franceses el 2 de mayo lo hicieron por causas vulgares y zafias. Los madrileños salieron a matar porque los franceses se iban sin pagar de las tabernas, porque le metían mano a su novia, porque escupían en las iglesias, porque violaban entre varios a cualquier madrileña despistada.


Quienes se alzaron contra los franceses el 2 de mayo era la chusma. La canalla más baja y abyecta. El populacho que se alzó el 2 de mayo mató con tijeras, con hoces, con tejas, con aceite hirviendo, con palos, con sus manos y con esas inmensas navajas albaceteñas de cuatro palmos llamadas cachicuernas. Llamadas así porque tenían las cachas –los lados- hechas de cuerno de toro. 

El pobre Goya se debatía en el salón de su casa de la calle Valverde entre ver a sus compatriotas muertos defendiendo a un rey putrefacto como Fernando VII o apoyar a unos franceses que traían cambios y regeneración pero envuelto en un paño de soberbia y desprecio por España. José de Espronceda –el de la Canción del Pirata- les dedicó unos versos a quienes no hicieron nada.

Y vosotros, ¿qué hicisteis, entre tanto,
los de espíritu flaco y alta cuna?
Derramar como hembras débil llanto
o adular bajamente a la fortuna;
buscar tras la extranjera bayoneta
seguro a vuestras vidas y muralla,
y siervos viles, a la plebe inquieta,
con baja lengua apellidar canalla.
¡Canalla, sí, vosotros los traidores,
los que negáis al entusiasmo ardiente,
su gloria, y nunca visteis los fulgores
con que ilumina la inspirada frente!
¡Canalla, sí, los que en la lid, alarde
hicieron de su infame villanía,
disfrazando su espíritu cobarde
con la sana razón segura y fría!

Y la cosa, digna de una película de Berlanga, tuvo lugar en la Cárcel Real de Madrid que estaba donde hoy está el Ministerio de Asuntos Exteriores justo detrás de la Plaza Mayor. Mientras Madrid ardía en plena algarada, en plena kale borroka, el director de la cárcel recibió una carta que le entregó un ayudante. La carta había sido escrita por uno de los presos y decía: «Abiendo advertido el desorden que se nota en el pueblo y que por los balcones se arroja armas y munisiones para la defensa de la Patria y del Rey, suplica, bajo juramento de volber a prisión con sus compañeros, se les ponga en libertad para ir a esponer su vida contra los estranjeros». 


En vista de que las cosas se tornaban feas y con un mucho de indecisión y con ganas de quitarse el marrón de encima, el director los dejó salir. Había 94 presos. De ellos salieron 56.

Los primeros a quienes se les vino encima semejante ralea –con sus patillas hasta la quijada; pensad en los majos que retrata Goya- eran unos franceses que maniobraban un cañón por la zona del Arco de Cuchilleros y que disparaban hacia la calle Toledo. En medio de la escabechina se les unió un preso que se había escapado de la Cárcel del Puente Viejo de Toledo. Un sudaca como yo. Un peruano con sangre inca y española llamado Mariano Cordova que traía ánimos de bronca y que sabía quiénes eran los suyos y a quién había que cargarse. Sin hecho diferencial ni deuda histórica, sabía de qué lado ponerse. Mariano Cordova se escapó de la cárcel solamente para degollar franceses. Los presos giraron el cañón y empezaron a disparar contra la gloriosa Guardia Imperial –los boinas verdes de Napoleón- que cargaba desde la Puerta del Sol. Tras quedarse sin munición, inutilizaron el cañón y se desparramaron por la zona. A bayonetazos o a tiros de los franceses murieron 4 presos. A uno se le dio por prófugo. Pero la estampa digna de recordarse fueron los 51 presos restantes que volvieron a la cárcel a la mañana siguiente. Vendrían con sus trofeos de guerra. Acaso algunos dientes de oro arrancados de la boca de algún francés. Algún dedo con el anillo aún puesto. Los 51 regresaron como caballeros cumpliendo su palabra. Chusma infame en tiempos en que la palabra honor aún significaba algo.





4 comentarios:

Tobias dijo...

El honor se acabó cuando se instaló el relativismo y el 'haz lo que te haga sentir bien y que le den a lo demás.' Debe ser interesante investigar cómo se desarrolla el sentimiento de tener honor en una persona. Parece que frecuentemente está ligado a un factor normalizante que es superior a la persona (un rey, un dios, un concepto de nación) y hoy no hay nada que sea superior a nosotros mismos y nuestros cojones...
Jajaja, iba a irme por los cerros de Úbeda, pero resumo mi pensamiento con un 'odio a las ratas (humanas, se sobreentiende).'
Buena semana!
T

Juan Pablo Arenas dijo...

Sería muy interesante saber de qué iba eso del honor. Pero supongo que tendría que ver con algo que te contaba tu abuelo y con algo que mamabas en el ambiente. Deberías irte por los cerros de Úbeda: los predios son de secano sin tu pluma.

Anónimo dijo...

El honor es una actitud moral que nos impulsa a cumplir con nuestros deberes. El honor es respeto y decoro, dignidad y honradez, integridad y consideración, esto decía Unamuno sobre el honor, pero creo que se equivocó o al menos, no terminó la frase. El honor es eso, si, pero para con uno mismo, no para con los demás y es eso que los humanos sacamos cuando no nos queda nada más. Supongo que a un "canalla" del siglo XIX, en la carcel, sin dinero, sin futuro y sabiéndose que su vida es corta sólo le quedaba el honor para dar sentido a su vida y así ha sido siempre, si nos fijamos en la literatura los que de verdad eran honorables eran siempre los pobres, no conozco ninguna historia real en que el honor halla sido seguido por un rico o acomodado.
Supongo que en estos días el único honor que nos queda es ser consecuente en tu vida, pero la vida no es consecuente así que mejor olvidarlo y vivir tristemente.

Juan Pablo Arenas dijo...

Supongo que era una forma de dar sentido a su vida. A eso se le uniría el no tener mucho que perder. Y también el saber que eran parte de algo real y tangible. Ese algo que no les había regalado nada. Eran perdedores. Pero estaba ahí: llámese España, patria o terruño.