5 de octubre de 2008

Bardulia


Los centros de resistencia contra los musulmanes que en el siglo VIII invadieron España aparecieron en Asturias y Cantabria. Eran visigodos. Igual de brutos que los germanos que se ven al principio de la película Gladiator pero que habían sido amansados por el latín. Los visigodos eran germánicos y tenían sangre levantisca en sus venas. Gustaban de cantar sus gestas en poemas que se recitaban pero que no se escribían. Los visigodos eran un pueblo listo que asimiló la cultura que habían ayudado a aniquilar. Hablaban latín. Un latín deformado, corroído, pero latín. Creían en el Dios de los cristianos aunque en una versión distinta que se llamaba arrianismo. El arrianismo decía que Jesús no era Dios. Al principio esto era una opinión; luego fue una herejía. Dio igual: los visigodos aceptaron poco después que Dios es uno y trino. Los visigodos eran brutos germánicos cuyas leyes no se escribían sino que se basaban en la costumbre: derecho consuetudinario. Tenían nombres bárbaros como Fernando, Alfonso o Rodrigo que sonaban fuertes a los suaves oídos de los latinizados hispanos.

Los hispanos que se habían salvado de la invasión árabe se hicieron especialistas en cuidar ovejas. Era un animal pequeño que daba lana, leche y carne. Lo normal. Pero la oveja es un animal que se mueve con rapidez y había que moverlo con rapidez cuando sucedía una incursión árabe. A la oveja se la puede escabullir por algún desfiladero o garganta. La oveja se pasaba la vida moviéndose de norte a sur por la zona que a finales del siglo VIII quedaba al norte del río Duero. Fueron estos terrenos los que el rey Alfonso II de Asturias comenzó a defender con fortalezas de piedra que situaba a lo largo de un área que iba desde León hasta Zaragoza. En aquella época, a esa área se la llamaba Bardulia, recordando a los primigenios habitantes prerromanos que habían poblado una zona más al norte que hoy se correspondería a Guipuzcoa.

A fin de repoblar Bardulia, el plan parecía sencillo. La tierra de nadie que se ganaba a los árabes había que repoblarla. A ese objeto, se animaba a un conde, o cualquier noble que tuviese los redaños de dormir pensando que un moro iba a venir a sajarle el gaznate, con dádivas, privilegios o los archiconocidos fueros. Junto al noble se iban campesinos también con los bemoles bien puestos que se aventuraban en tierra peligrosa, siempre acechada por los rebatos de los árabes. El moro, cual comando de marines, se internaba en tierra cristiana, arrasaba cosechas, talaba árboles, mataba animales, violaba mujeres y capturaba a quien pudiera venderse como esclavo o a de quien se pudiera pedir un rescate; y se volvía a tierra mora como alma que llevaba el diablo. Para impedir esto, en la medida de lo posible, se levantaron fortalezas por doquier y se convenció a muchos desdichados de que habitasen estos predios.

Era fácil conseguir tierra. Pensad en esas películas que versan sobre la conquista del oeste en Estados Unidos en las que los primeros en llegar eran quienes se quedaban con la tierra. No había mucha ceremonia. Se pondría un palo o una cerca y, el que la veía se la quedaba. A cambio de exponer su pellejo al alfanje de los moros se les liberaba de pagar impuestos. Pero el asunto tuvo un éxito inesperado. La gente arribaba en masa, como en California cuando se desató la fiebre del oro. En la vieja Bardulia comenzaron a aparecer poblados, y se comenzó a llenar de gente que provenía de otros territorios. El aspecto que tendrían estos poblados recordaría a los que había en Alaska y que describe Jack London en sus novelas ambientadas a finales del siglo XIX. O como cualquier pueblo del salvaje oeste estadounidense: con su salón, con su burdel y con su posada. La gente que habitaba estos predios era gente curtida, agreste, a quien no le quitaba el sueño el riesgo ni la aventura. No tenían muchos principios y tan pronto degollaban moros, como se aliaban con moros para quitarle la tierra a un cristiano. Algunos tenían sangre más noble en sus venas y otros más plebeya, aunque las castas sociales se diluían en esta tierra improvisada. Dicen las crónicas que era tal el estado de alerta, alarma y estrés en que vivían que “los cavalleros et los condes et aun los reys mismos paravan sus cavallos dentro en sus palatios, et aun dentro de sus camaras onde durmien con sus mugieres”

Y cada uno de ellos traía su propia lengua, pero, como en cualquier zona fronteriza en que conviven gentes de origen diverso, se fue forjando una lengua nueva. Una lengua que incorporó elementos y formas de otras lenguas y que se movía muy rápido, adaptando novedades a pasos agigantados igual que las ovejas. Las otras lenguas peninsulares se parecían más al latín, pero esta era una lengua hosca y ruda, de sonidos fuertes. En la frontera no se perpetuaban las pronunciaciones heredadas de la abuela, porque no había abuela de quien heredar nada. La gente iba y venía. No había normas, solo la necesidad de comunicarse con quienes venían de sitios muy diversos. Cuentan las crónicas que en Bardulia llegó a haber: gascones, bretones, alemanes, ingleses, borgoñones, normandos, tolosanos, provenzales, lombardos. Tanta gente distinta comenzó a dar una lengua distinta.

En las diversas regiones de la Península se hablaban varias lenguas pero que se asemejaban entre sí. En Galicia y Portugal decían “filhos”. En Cataluña decían “fills”. En Francia decían “fils”. Pero en Bardulia eran transgresores sin pretenderlo y comenzaron a aspirar la efe y crearon un sonido fuerte y agreste igual que su vida. Por esa razón terminaron diciendo “hijo”. Seguramente, para el resto de los pueblos de la Península, los habitantes de Bardulia eran un puñado de paletos que no sabían hablar y que deformaban hasta el extremo el ya envejecido latín. Una lengua ruda como el clima que azotaba su tierra en invierno. Fundaron ciudades en medio de la Meseta como Burgos donde no había mucha cultura, sino dinero moviéndose de arriba a abajo. Los burgaleses llevaban sus mercancías hacia todos los rincones y con ellos iba su lengua. Poco a poco las otras lenguas de la península se iban desvaneciendo en aras de una lengua común que traía como respaldo el dinero y el comercio.

El 15 de septiembre del año 800, debido a la gran cantidad de fortalezas de piedra que había esparcidas por todo el territorio, se escribió en latín un documento en una zona que hoy linda con Vizcaya y que se llama Taranco de Mena. En el documento escribieron “Bardulia quae nunc vocatur Castella”, es decir "Bardulia, a la que ahora llamaremos Castilla". La mesetaria y centralista Castilla. Árida y hermosa. Yerma y bella. Desolada y lozana.

3 comentarios:

Tobias dijo...

JP, ya estás jugando con fuego de nuevo, jajaja. Iba a decirte que después de tu artículo sería cosa de horas el formarse un movimiento bardulista que exigirá el reconocimiento a su hecho diferencial. Aunque parece que ya se han apropiado los castellanistas de esto del bardulismo, que no se por qué me suena a verdulerismo. Y espera un poco, que pronto el BinLa sacará una fatua en contra de los infieles que encaminaron la patada en el culo la moro alandalusí... jajaa, así de a flor de piel están las sensibilidades. Sigue ilustrándonos y educándonos. Gran semana!
T

Anónimo dijo...

Pues resulta hermoso cómo se creo España y triste en lo que se ha convertido.
Por cierto, la fatua ya lleva varios años por ahí circulando...

Juan Pablo Arenas dijo...

En todos lares hay movimientos diferenciales reivindicando el hecho neandertaliano. Puesto que el castellano es una lengua tan opresiva deberíamos volver todos a hablar íbero. ¿No despertaron los judíos el hebreo del sueño de los justos? Pues todos a hablar íbero y se acabaron los problemas.

Ya sé que los moros locos añoran el mito de Al Andalus que nunca existió. Tengo unas cuantas glosas explosivas en preparación relacionadas con esas cuestiones. Y como bien comenta Anónimo, hace mucho que la fatua anda rondando. Entre su idiotez y la ignorancia y el acomplejamiento de los de aquí: loras nubes se ciernen sobre nosotros.

Cuídense y no olviden zamparse todo el jamón ibérico que puedan.