Estamos en Tenochtitlán,la capital de imperio azteca, el 24 de junio de 1520.
Pedro de Alvarado, capitán de Hernán Cortés, no había sabido mantener la paz a cuyo cargo estaba y había desencadenado una matanza entre nobles aztecas. Hernán Cortés se había ausentado de la capital azteca para combatir a Pánfilo de Narváez a quien se le habia encomendado la tarea de quitarle el mando a Cortés. Pero a Pánfilo de Narvaez le salió el tiro por la culata de su arcabuz y no lo consiguió. Cortés venció y se trajo a los soldados de Narváez que debían prenderlo. Una vez en la ciudad, Cortés quiso que Moctezuma calmase a los suyos, pero los aztecas lo veían como un emperador pusilánime y débil y lo mataron de una pedrada. Los ánimos se encendieron. La rebelión se había desatado. Tenochtitlán era una ciudad situada en medio de un lago. No había posibilidad de escapatoria.
Tenochtitlán estaba compuesta de angostos callejones desde los cuales los guerreros aztecas asediaban el cuartel de Cortés. Los españoles eran unos 1.000 soldados más 2.000 indígenas que peleaban de su lado. Los aztecas eran unos 200.000 hombres sedientos de venganza y con ganas de degollar gargantas castellanas. La superioridad del armamento español los mantenía a raya pero los aztecas no cejaban en su empeño. Los españoles disponían de unos pequeños cañones que conseguían derribar unos 30 aztecas en cada andanada. Las armas de obsidiana –piedra- poco podían contra el acero toledano y las corazas de los castellanos. La metralla de los cañones causaba innumerables bajas entre los aztecas, mientras los caballos los pisoteaban y los feroces mastines leoneses mordían sin compasión. Los españoles estaban bregados en las campañas del Mediterráneo contra los turcos y en las del Gran Capitán en Nápoles pero la superioridad numérica de los aztecas los desbordaba. Los aztecas combatían sin protección, sin táctica y con armas más débiles. Los españoles luchaban en formación cerrada y contaban con ballestas, acero, mastines y cañones.
Los aztecas habían encajado mal el poco respeto que mostraban los españoles por sus sacrificios humanos y no les gustaba que quisiesen fumigar y sanear las pirámides que estaban plagadas de despojos humanos. Además, no toleraban que los españoles no les permitiesen hacerse capas con la piel de sus víctimas. Pedro de Alvarado había puesto en marcha esta carnicería porque asesinó a nobles, mujeres y niños aztecas durante una fiesta. Se valió del efecto sorpresa pero no se explica cómo pudo con 100 hombres matar a 8.000. Cuentan las crónicas aztecas las consecuencias del acero toledano: “Había algunos que corrían arrastrando los intestinos y se enredaban las piernas con ellos”
Hernán Cortes y sus hombres pudieron ver cómo los aztecas colocaron en picas las cabezas de sus compañeros muertos. Los españoles tenían más miedo de caer prisioneros que de ser muertos. Los prisioneros serían sacrificados en la Gran Pirámide. Dicen que los aztecas maldecían a sus dioses porque, a pesar de toda la sangre que les ofrendaban, eran incapaces de evitar su aniquilación. Los españoles estaban nerviosos. Sabían que podían caer 250 aztecas por cada castellano y aún así seguirían estando en desventaja. De modo que Hernán Cortés ordenó construir un puente portátil a fin de huir de Tenochtitlán, al igual que 1500 años antes había hecho Julio César en la Guerra de las Galias. Cada español cogió todo el oro que pudo y se dispuso a salvar el pellejo.
Era una noche muy cerrada y llovía. Los aztecas no esperaban que los españoles intentasen salir con ese tiempo y habían relajado la guardia. Pasaron tres canales y parecía que todo iba bien, pero al ir a cruzar el cuarto, una mujer los divisó y dio la alarma. En unos minutos cientos de canoas surcaban el agua. El puente portátil cedió y los españoles comenzaron a hundirse. El miedo les hacía pisar a los caballos y a sus compañeros caídos. Los españoles intentaban hacer tronar sus cañones, apaciguar a los caballos, organizar a arcabuceros y ballesteros. Pero era tarde. Los aztecas habían rodeado a casi la mitad de los españoles y los apaleaban hasta la muerte. Los castellanos se hundían en el agua por sus pesadas corazas y nada tenían que hacer ante un azteca ágil, furioso y medio desnudo. Incluso Hernán Cortés fue alcanzado pero la obsesión de sus enemigos por capturarlo vivo al objeto de sacrificarlo le salvó la vida. Dicen que algunos castellanos, avergonzados por la oprobiosa huida, volvieron sobre sus pasos y quisieron morir dignamente, antes que vivir con la culpa de haberse salvado usando a sus compañeros como trampolines vivientes. Todos murieron a manos de los aztecas o sobre el altar de la Gran Pirámide.
Unos 200 castellanos más unos 500 indios consiguieron salir de Tenochtitlán. La suerte y la desorganización azteca contribuyeron a su salvación. Pero los castellanos eran hombres duros que pertenecían a una sociedad guerrera la cual había estado siglos luchando en la Reconquista contra los moros. Eran la mejor infantería del mundo en ese momento. Mataban como auténticos hijos de puta. Peleaban a caballo, sabían disparar un cañón y degollaban con dagas cortas vizcaínas en lucha cuerpo a cuerpo con una habilidad estremecedora. Los aztecas pudieron haberlos perseguido y haberlos aniquilado, pero prefirieron celebrar la victoria y ofrecer a sus dioses más corazones chorreantes de sus enemigos capturados. Fue su gran error.
Los españoles volverían porque pertenecían a una civilización que solo entendía la exterminación total. Como bien sabían Alejandro Magno, Julio César o Ricardo Corazón de León, dejar escapar a un enemigo significaba que la próxima vez el oponente volvería con más ansias de sangre y conociendo tus puntos débiles. La venganza castellana comenzó a rumiarse aquella noche, la cual, desde entonces, se llamó Noche Triste. La venganza castellana comenzó con la victoria de Otumba. Tenochtitlán terminaría rindiéndose en agosto de 1521: 14 meses después de la Noche Triste.
Pedro de Alvarado, capitán de Hernán Cortés, no había sabido mantener la paz a cuyo cargo estaba y había desencadenado una matanza entre nobles aztecas. Hernán Cortés se había ausentado de la capital azteca para combatir a Pánfilo de Narváez a quien se le habia encomendado la tarea de quitarle el mando a Cortés. Pero a Pánfilo de Narvaez le salió el tiro por la culata de su arcabuz y no lo consiguió. Cortés venció y se trajo a los soldados de Narváez que debían prenderlo. Una vez en la ciudad, Cortés quiso que Moctezuma calmase a los suyos, pero los aztecas lo veían como un emperador pusilánime y débil y lo mataron de una pedrada. Los ánimos se encendieron. La rebelión se había desatado. Tenochtitlán era una ciudad situada en medio de un lago. No había posibilidad de escapatoria.
Tenochtitlán estaba compuesta de angostos callejones desde los cuales los guerreros aztecas asediaban el cuartel de Cortés. Los españoles eran unos 1.000 soldados más 2.000 indígenas que peleaban de su lado. Los aztecas eran unos 200.000 hombres sedientos de venganza y con ganas de degollar gargantas castellanas. La superioridad del armamento español los mantenía a raya pero los aztecas no cejaban en su empeño. Los españoles disponían de unos pequeños cañones que conseguían derribar unos 30 aztecas en cada andanada. Las armas de obsidiana –piedra- poco podían contra el acero toledano y las corazas de los castellanos. La metralla de los cañones causaba innumerables bajas entre los aztecas, mientras los caballos los pisoteaban y los feroces mastines leoneses mordían sin compasión. Los españoles estaban bregados en las campañas del Mediterráneo contra los turcos y en las del Gran Capitán en Nápoles pero la superioridad numérica de los aztecas los desbordaba. Los aztecas combatían sin protección, sin táctica y con armas más débiles. Los españoles luchaban en formación cerrada y contaban con ballestas, acero, mastines y cañones.
Los aztecas habían encajado mal el poco respeto que mostraban los españoles por sus sacrificios humanos y no les gustaba que quisiesen fumigar y sanear las pirámides que estaban plagadas de despojos humanos. Además, no toleraban que los españoles no les permitiesen hacerse capas con la piel de sus víctimas. Pedro de Alvarado había puesto en marcha esta carnicería porque asesinó a nobles, mujeres y niños aztecas durante una fiesta. Se valió del efecto sorpresa pero no se explica cómo pudo con 100 hombres matar a 8.000. Cuentan las crónicas aztecas las consecuencias del acero toledano: “Había algunos que corrían arrastrando los intestinos y se enredaban las piernas con ellos”
Hernán Cortes y sus hombres pudieron ver cómo los aztecas colocaron en picas las cabezas de sus compañeros muertos. Los españoles tenían más miedo de caer prisioneros que de ser muertos. Los prisioneros serían sacrificados en la Gran Pirámide. Dicen que los aztecas maldecían a sus dioses porque, a pesar de toda la sangre que les ofrendaban, eran incapaces de evitar su aniquilación. Los españoles estaban nerviosos. Sabían que podían caer 250 aztecas por cada castellano y aún así seguirían estando en desventaja. De modo que Hernán Cortés ordenó construir un puente portátil a fin de huir de Tenochtitlán, al igual que 1500 años antes había hecho Julio César en la Guerra de las Galias. Cada español cogió todo el oro que pudo y se dispuso a salvar el pellejo.
Era una noche muy cerrada y llovía. Los aztecas no esperaban que los españoles intentasen salir con ese tiempo y habían relajado la guardia. Pasaron tres canales y parecía que todo iba bien, pero al ir a cruzar el cuarto, una mujer los divisó y dio la alarma. En unos minutos cientos de canoas surcaban el agua. El puente portátil cedió y los españoles comenzaron a hundirse. El miedo les hacía pisar a los caballos y a sus compañeros caídos. Los españoles intentaban hacer tronar sus cañones, apaciguar a los caballos, organizar a arcabuceros y ballesteros. Pero era tarde. Los aztecas habían rodeado a casi la mitad de los españoles y los apaleaban hasta la muerte. Los castellanos se hundían en el agua por sus pesadas corazas y nada tenían que hacer ante un azteca ágil, furioso y medio desnudo. Incluso Hernán Cortés fue alcanzado pero la obsesión de sus enemigos por capturarlo vivo al objeto de sacrificarlo le salvó la vida. Dicen que algunos castellanos, avergonzados por la oprobiosa huida, volvieron sobre sus pasos y quisieron morir dignamente, antes que vivir con la culpa de haberse salvado usando a sus compañeros como trampolines vivientes. Todos murieron a manos de los aztecas o sobre el altar de la Gran Pirámide.
Unos 200 castellanos más unos 500 indios consiguieron salir de Tenochtitlán. La suerte y la desorganización azteca contribuyeron a su salvación. Pero los castellanos eran hombres duros que pertenecían a una sociedad guerrera la cual había estado siglos luchando en la Reconquista contra los moros. Eran la mejor infantería del mundo en ese momento. Mataban como auténticos hijos de puta. Peleaban a caballo, sabían disparar un cañón y degollaban con dagas cortas vizcaínas en lucha cuerpo a cuerpo con una habilidad estremecedora. Los aztecas pudieron haberlos perseguido y haberlos aniquilado, pero prefirieron celebrar la victoria y ofrecer a sus dioses más corazones chorreantes de sus enemigos capturados. Fue su gran error.
Los españoles volverían porque pertenecían a una civilización que solo entendía la exterminación total. Como bien sabían Alejandro Magno, Julio César o Ricardo Corazón de León, dejar escapar a un enemigo significaba que la próxima vez el oponente volvería con más ansias de sangre y conociendo tus puntos débiles. La venganza castellana comenzó a rumiarse aquella noche, la cual, desde entonces, se llamó Noche Triste. La venganza castellana comenzó con la victoria de Otumba. Tenochtitlán terminaría rindiéndose en agosto de 1521: 14 meses después de la Noche Triste.
2 comentarios:
Lo mejor y lo peor de una nación, unido por la aventura. Menos mal que hoy las batallas se luchan por internet...
T
Cada terruño, país, nación o predio oprimido está compuesto de luces y sombras; de miserias y grandezas. Pero dejando de lado la violencia, me quedo con la gesta y con los sentimientos humanos. Me quedo con la cobardía, con la valentía, con la codicia, con la sed de oro, con el deseo de medrar. Si lees entre líneas eran muy similares a nosotros.
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