Michel Ney era mariscal de los ejércitos de Napoleón. Nació en el mágico año de 1769, el mismo en que fueron paridos William Pitt, el duque de Wellington, Humboldt y el propio Napoleón. Había venido al mundo en Saarlouis, una ciudad que era francesa entonces y que hoy es alemana. Su padre quería que tuviese un tranquilo y seguro oficio de funcionario pero el joven Ney tenía la sangre demasiado inquieta. Se enroló en un regimiento de húsares en 1787. Era general de brigada en 1796 y general de división en 1799. En 1804 fue nombrado mariscal por Napoleón.
Su leyenda comenzó en 1805 con la campaña del Danubio. La batalla tuvo lugar en Elchingen. Ney era un militar de los de antes. Cargaba al frente de sus soldados y los conducía a la victoria. Dicen que su osadía no tenía límites. Cargaba con su caballería, cuando nadie más creía que podía hacerse. No se escondía en los puestos de mando ni disimulaba su rango. Desenvainaba el sable y cargaba, como hacía Alejandro Magno; como hicieron tantos líderes, antes de que terminaran refugiándose en las zonas de retaguardia y a salvo de cañones y fusiles.
Vestido con su uniforme de mariscal y con la medalla de la Legión de Honor brillando en su pecho era un blanco fácil, mas nunca resultó herido. Terminaba las contiendas con el traje hecho harapos y con el rostro ennegrecido por la pólvora. En Elchingen desobedeció órdenes. Atacó cuando le exigieron retirarse y ganó. Napoleón lo hizo duque de Elchingen. En Waterloo se estrelló una y otra vez contra la infantería británica pero no cejaba en su empeño. Hizo célebre una frase con la que arengó a sus hombres: “Soldados, venid a ver cómo muere un mariscal de Francia”
Pero fue en la campaña rusa donde el mariscal Ney alcanzó su gloria eterna. El gran ejército de Napoleón fue humillado por el invierno ruso y por sus inmensas estepas: había que retirarse. La inmensa maquinaria napoleónica volvió sus pasos hacia Francia. Cientos de miles de soldados se arrastraban acosados por el hambre, el frío y los cosacos sedientos de sangre gabacha.
Al mariscal Ney se le encomendó la tarea más difícil: proteger la retaguardia. Un día, una maniobra rusa lo separó del grueso del ejército. Se quedó aislado y sin artillería. Con apenas 5.000 hombres y perdido en medio de Rusia estaban condenados a ser exterminados. 80 mil rusos esperaban la orden de atacar. Había una niebla espesa y Ney decidió atravesar las líneas rusas aprovechando la falta de visibilidad. Lo hizo jugándose el pellejo y ganó. Los rusos no pudieron detener el empuje desesperado de los franceses liderados por el carismático Ney. Aprovechándose de la niebla y de que, ni por asomo, los rusos esperaban ser atacados, Ney consiguió cruzar las filas rusas. Las bajas fueron terribles. Los cosacos los seguían persiguiendo sin descanso. Ney continuaba avanzando hacia Kovno donde estaba la frontera, que hoy es una ciudad de Lituania.
Lo único que les separaba de abandonar Rusia era cruzar el río Niemen en las afueras de Kovno. La imagen que muestra el cuadro de Adolphe Yvon representa al mariscal Ney con un mosquete en la mano como un soldado más. Cuidaba de sus hombres quienes confiaban ciegamente en él, casi como un padre. Ved el rostro de terror de muchos soldados. Ney los tapa con su cuerpo. Los protege como si fueran sus cachorros. Fue el último en cruzar el río. No quiso hacerlo hasta que el último de sus hombres hubiera pasado al otro lado. 200 hombres lograron sobrevivir.
Tras el desastre de Waterloo fue fusilado, el 7 de septiembre de 1815, por su connivencia con Bonaparte. Dicen que los soldados llorosos que formaban el pelotón de fusilamiento mojaron pañuelos en su sangre. Uno de ellos, un veterano de Rusia, se negó a disparar. Napoleón había dicho de Michel Ney que era “el más valiente de los valientes”. Lo enterraron en el cementerio de Pere-Lachaise, en París.
La leyenda del mariscal Ney fue tan fuerte en su época que se dijo que no lo habían fusilado. Corrió la leyenda de que Wellington lo salvó y permitió que emigrase a Estados Unidos. Allí habría sido profesor en Carolina del Sur. Peter Stuart Ney -así se llamaba este hombre- murió en 1486 y está enterrado aquí. Dicen que un médico lo examino y que tenía multitud de cicatrices y heridas de metralla.
La inagotable leyenda del más valiente de los valientes.
Su leyenda comenzó en 1805 con la campaña del Danubio. La batalla tuvo lugar en Elchingen. Ney era un militar de los de antes. Cargaba al frente de sus soldados y los conducía a la victoria. Dicen que su osadía no tenía límites. Cargaba con su caballería, cuando nadie más creía que podía hacerse. No se escondía en los puestos de mando ni disimulaba su rango. Desenvainaba el sable y cargaba, como hacía Alejandro Magno; como hicieron tantos líderes, antes de que terminaran refugiándose en las zonas de retaguardia y a salvo de cañones y fusiles.
Vestido con su uniforme de mariscal y con la medalla de la Legión de Honor brillando en su pecho era un blanco fácil, mas nunca resultó herido. Terminaba las contiendas con el traje hecho harapos y con el rostro ennegrecido por la pólvora. En Elchingen desobedeció órdenes. Atacó cuando le exigieron retirarse y ganó. Napoleón lo hizo duque de Elchingen. En Waterloo se estrelló una y otra vez contra la infantería británica pero no cejaba en su empeño. Hizo célebre una frase con la que arengó a sus hombres: “Soldados, venid a ver cómo muere un mariscal de Francia”
Pero fue en la campaña rusa donde el mariscal Ney alcanzó su gloria eterna. El gran ejército de Napoleón fue humillado por el invierno ruso y por sus inmensas estepas: había que retirarse. La inmensa maquinaria napoleónica volvió sus pasos hacia Francia. Cientos de miles de soldados se arrastraban acosados por el hambre, el frío y los cosacos sedientos de sangre gabacha.
Al mariscal Ney se le encomendó la tarea más difícil: proteger la retaguardia. Un día, una maniobra rusa lo separó del grueso del ejército. Se quedó aislado y sin artillería. Con apenas 5.000 hombres y perdido en medio de Rusia estaban condenados a ser exterminados. 80 mil rusos esperaban la orden de atacar. Había una niebla espesa y Ney decidió atravesar las líneas rusas aprovechando la falta de visibilidad. Lo hizo jugándose el pellejo y ganó. Los rusos no pudieron detener el empuje desesperado de los franceses liderados por el carismático Ney. Aprovechándose de la niebla y de que, ni por asomo, los rusos esperaban ser atacados, Ney consiguió cruzar las filas rusas. Las bajas fueron terribles. Los cosacos los seguían persiguiendo sin descanso. Ney continuaba avanzando hacia Kovno donde estaba la frontera, que hoy es una ciudad de Lituania.
Lo único que les separaba de abandonar Rusia era cruzar el río Niemen en las afueras de Kovno. La imagen que muestra el cuadro de Adolphe Yvon representa al mariscal Ney con un mosquete en la mano como un soldado más. Cuidaba de sus hombres quienes confiaban ciegamente en él, casi como un padre. Ved el rostro de terror de muchos soldados. Ney los tapa con su cuerpo. Los protege como si fueran sus cachorros. Fue el último en cruzar el río. No quiso hacerlo hasta que el último de sus hombres hubiera pasado al otro lado. 200 hombres lograron sobrevivir.
Tras el desastre de Waterloo fue fusilado, el 7 de septiembre de 1815, por su connivencia con Bonaparte. Dicen que los soldados llorosos que formaban el pelotón de fusilamiento mojaron pañuelos en su sangre. Uno de ellos, un veterano de Rusia, se negó a disparar. Napoleón había dicho de Michel Ney que era “el más valiente de los valientes”. Lo enterraron en el cementerio de Pere-Lachaise, en París.
La leyenda del mariscal Ney fue tan fuerte en su época que se dijo que no lo habían fusilado. Corrió la leyenda de que Wellington lo salvó y permitió que emigrase a Estados Unidos. Allí habría sido profesor en Carolina del Sur. Peter Stuart Ney -así se llamaba este hombre- murió en 1486 y está enterrado aquí. Dicen que un médico lo examino y que tenía multitud de cicatrices y heridas de metralla.
La inagotable leyenda del más valiente de los valientes.
4 comentarios:
JP,
eres de los que nos recuerdan lo importante que es conocer la moral e, implacablemente, aplicarla.
Espero que cualquiera que lo lea se vea también destinado a ser valiente en su quehacer diario y no se deje llevar por sus bajos instintos, sino que sepa estar por encima de las situaciones en que les embarque la vida.
Olé.
MacJuanofa
Lo que tu le llamas moral antes se le decía honor. Echo de menos los tiempos en que había honor. No añoro esas épocas que tenían que ser duras de cojones pero sí echo en falta valores que entonces significaban algo: valentía y honor. Ahora esto produce risa.
Acabo de regresar de Paris, es una ciudad que siempre te deja boquiabierto. Su grandeza, sus francesitas, su Luis de Funesismo y Gerardepardieuismo. Merci Misseur por estos textos tan llenos de miga. Personalmente creo que el honor está más cerca de la coherencia que la moral. Y también creo que aún hay esperanza y personas valientes y con honor que desprecian la risa de los ignorantes.
Un abrazo!
T
Eres sabio Tobias. El honor es una coherencia entre lo que predicas y lo que practicas. Se me quedó en la mollera la noticia de ese taxista barcelonés que devolvió 1.100 euros. Podía habérselos quedado pero consideró que lo correcto era dárselos a su dueño. Como aquel futbolista de un filial de un equipo grande que al ver a un compañero caído y teniendo todo el arco para él solo echó la pelota fuera porque creyó que era lo correcto. Seguramente lo motejaron de necio y quizá no jugó más y nunca llegó a ser un Ronaldiñus pero durmió bien aquella noche y sus amigos de verdad lo abrazaron. Y mencionemos a esos bailarines que rescataron a dos bebés de un incendio en el madrileño Barrio de Tetuán. Con dos cojones. Nadie les habría reprochado nada si no lo hubiesen hecho. Pero lo hicieron. El mariscal Ney habría estado orgulloso de ellos.
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